El comienzo de las misiones americanas en el extranjero
Samuel
J. Milss, mientras era estudiante en Williams College, reunió a su alrededor a
un grupo de compañeros estudiantes, sintiendo todos la carga del gran mundo
pagano. Un día en 1806, cuatro de ellos, alcanzados por una tempestad, se
refugiaron bajo la cubierta de un pajar. Pasaron la noche en oración por la
salvación del mundo, y resolvieron, si había oportunidad para ello, ir ellos
mismos como misioneros. Esta «reunión de oración del pajar» se hizo histórica.
Estos
jóvenes fueron posteriormente al Seminario Teológico de Andover, donde se unió
a ellos Adoniram Judson. Cuatro de ellos enviaron una petición a la Asociación
Congregacional de Massachusetts en Bradford, del 29 de junio de 1810,
ofreciéndose como misioneros y preguntando si podrían esperar el apoyo de una
sociedad en este país, o si debían solicitarlo a una sociedad británica. Como
respuesta a este llamamiento, se constituyó la Junta Americana de Comisionados
para Misiones Extranjeras.
Cuando
se solicitó un estatuto para la Junta, un alma incrédula objetó desde los bancos
de los legisladores, alegando, en oposición a la petición, que el país tenía
una cantidad tan pequeña de cristianos que no se podía prescindir de ninguno
para exportación; pero otro, que estaba dotado de una constitución más
optimista, le recordó que se trataba de un bien que cuanto más se exportara,
tanto más aumentaría en la patria. Hubo mucha perplejidad acerca de la
planificación y de los aspectos financieros, por lo que Judson fue enviado a
Inglaterra para conferenciar con la Sociedad de Londres en cuanto a la
factibilidad de la cooperación de las dos organizaciones para enviar y sostener
a los candidatos, pero este plan quedó en nada. Al final se consiguió
suficiente dinero, y en febrero de 1812 zarparon para oriente los primeros
misioneros de la Junta Americana. El señor Judson iba acompañado de su mujer,
habiéndose casado con Ann Hasseltine poco antes de emprender el viaje.
Durante
la larga travesía, el señor y la señora Judson y el señor Rice fueron llevados
de alguna manera a revisar sus convicciones acerca del modo apropiado del
bautismo, llegando a la conclusión de que sólo era válida la inmersión, y
fueron rebautizados por Carey poco después de llegar a Calcuta. Este paso
necesariamente cortó su relación con el cuerpo que les había enviado, y los
dejó sin apoyo.
El
señor Rice volvió a América para informar de esta circunstancia a los hermanos
bautistas. Ellos contemplaron la situación como resultado de una acción de la
Providencia, y planearon anhelantes aceptar la responsabilidad que les había
sido echada encima. Así, se formó la Unión Misionera Bautista. De esta manera
el señor Judson fue quien dio ocasión a la organización de dos grandes
sociedades misioneras.
LA PERSECUCIÓN DEL DOCTOR JUDSON
Después
de trabajar por un tiempo en el Indostán, el doctor y la señora Judson se
establecieron por fin en el Imperio Birmano en 1813. En 1824 estalló una guerra
entre la Compañía de las Indias Orientales y el emperador de Birmania. El
doctor y la señora Judson y el doctor Price, que estaban en Ava, la capital del
Imperio Birmano, fueron, al comenzar la guerra, arrestados de inmediato y
encerrados por varios meses. El relato de los sufrimientos de los misioneros
fue escrito por la señora Judson, y aparece en sus propias palabras.
«RANGÚN, 26 DE MAYO DE 1826.
«Mi
querido hermano» Comienzo
esta carta con la intención de darte los detalles de nuestro cautiverio y
sufrimientos en Ava. La conclusión de esta carta determinará hasta cuando mi
paciencia me permitirá recordar escenas desagradables y horrorosas. Había
mantenido un diario con todo lo que había sucedido desde nuestra llegada a Ava,
pero lo destruí al comenzar nuestras dificultades.
EI
primer conocimiento seguro que tuvimos de la declaración de guerra por parte de
los birmanos fue al llegar a Tsenpyu-kywon, a unas cien millas a este lado de
Ava, donde habían acampado parte de las tropas, bajo el mando del célebre
Bandula. Siguiendo nuestro viaje, nos encontramos con el mismo Bandula, con el
resto de sus tropas, regiamente equipado, sentado en su barcaza dorada, y
rodeado por una flota de barcos de guerra de oro, uno de los cuales fue mandado
en el acto al otro lado del río para interpelarnos y hacemos todas las
preguntas necesarias. Se nos permitió proseguir tranquilamente cuando el
mensajero fue informado que éramos americanos, no ingleses, y que íbamos a Ava
en obediencia al gobierno de su Majestad.
Al
llegar a la capital, encontramos que el doctor Price estaba fuera de favor ante
la corte, y que allí había más sospechas contra los extranjeros que en Ava. Tu
hermano visitó dos o tres veces el palacio, pero encontró que el talante del
rey para con él era muy diferente al que había sido anteriormente; y la reina,
que antes había expresado deseos por mi pronta llegada, no preguntó ahora por
mí, ni indicó deseo alguno de verme. Consiguientemente, no hice esfuerzo alguno
por visitar el palacio, aunque era invitada casi a diario a visitar algunos de
los parientes de la familia real, que vivían en sus propias casas, fuera del
recinto de palacio. Bajo estas circunstancias, creímos que lo más prudente
sería proseguir nuestra intención original de construir una casa y de iniciar
las operaciones misioneras según hubiera oportunidad, tratando así de convencer
al gobierno de que no teníamos nada que ver con la actual guerra.
Dos
o tres semanas después de nuestra llegada, el rey, la reina, todos los miembros
de la familia real y la mayor parte de los oficiales del gobierno volvieron a
Amarapora, a fin de acudir y tomar posesión del nuevo palacio en la forma acostumbrada.
No
me atreveré a describir este espléndido día, cuando su majestad entró, con toda
la gloria que le acompañaba, por las puertas de la ciudad dorada y puedo decir
que entre las aclamaciones de millones, tomó posesión del palacio. Los saupwars
de las provincias fronterizas con China, todos los virreyes y altos oficiales
del reino estaban reunidos para la ocasión, vestidos en sus ropajes de estado,
y adornados con la insignia de su oficio. El elefante blanco, ricamente
ornamentado con oro y joyas, era uno de los objetos más hermosos en la
procesión.
Sólo
el rey y la reina estaban sin adornar, vestidos en la simple vestimenta del
país; entraron, tomándose la mano, en el jardín en el que habíamos tomado
asiento, y donde se preparó un banquete para su refrigerio. Todas las riquezas
y la gloria del imperio fueron exhibidas aquel día. El número y el inmenso
tamaño de los elefantes, los numerosos caballos, y la gran variedad de
vehículos de toda descripción, sobrepasó con mucho a todo lo que había jamás
visto o imaginado. Poco después que su majestad hubiera tomado posesión del
nuevo palacio, se dio orden de que no se permitiera entrar a ningún extranjero,
excepto a Lansago. Nos sentimos algo alarmados ante esto, pero concluimos que
era por motivos políticos, y que quizá no nos afectaría de manera esencial.
Durante
varias semanas no sucedió nada alarmante para nosotros, y proseguimos con
nuestra escuela. El señor Judson predicaba cada domingo, habíamos conseguido
todos los materiales para construir una casa de ladrillos, y los albañiles
habían hecho considerable avance en la construcción del edificio.
»El
veintitrés de mayo de 1824, cuando acabábamos nuestro culto en casa del doctor,
al otro lado del río, llegó un mensajero para decirnos que Rangún había sido
tomada por los ingleses. El conocimiento de esto nos produjo un choque en el
que había una mezcla de gozo y de temor. El señor Gouger, un joven comerciante
residente en Ava, estaba entonces con nosotros, y tenía más razones para temer
que el resto de nosotros Sin embargo, todos volvimos de inmediato a nuestra
casa y comenzamos a considerar qué debíamos hacer. El señor G. fue a ver al
Príncipe Thar-yar-wadi, el hermano más influyente del rey, que le informó que
no debía temer nada, pues él ya había tocado esta cuestión con su majestad, que
había contestado que «los pocos extranjeros que había en Ava no tenían nada que
ver con la guerra, y no debían ser molestados.»
El
gobierno estaba ahora en pleno movimiento. Un ejército de diez o doce mil
hombres, bajo el mando de Kyi-wun-gyi, fue enviado al cabo de tres o cuatro
días, a los que se debía unir Sakyer-wun-gyi, que había sido anteriormente
designado virrey de Rangún y que estaba de camino hacia allí cuando le llegaron
las noticias del ataque. No había dudas acerca de la derrota de los ingleses;
el único temor del rey era que los extranjeros supieran el avance de las tropas
birmanas, y que pudieran alarmarse tanto que huyeran a bordo de sus barcos y se
fueran, antes que hubiera tiempo de tomarlos y someterlos a esclavitud.
«Traedme»,
dijo un salvaje joven de palacio, «seis kala pyu» (extranjeros blancos para que
remen mi barca»; «y para mi,» dijo la dama de Wun-gyi, «enviadme cuatro
extranjeros blancos para que dirijan los negocios de mi casa, porque sé que son
siervos de fiar.» Las barcas de guerra, con gran moral, pasaron delante de
nuestra casa, cantando y danzando los soldados, y dando muestras del mayor
regocijo. ¡Pobres chicos!, dijimos nosotros; probablemente nunca volveréis a
danzar. Y así fue, porque pocos, o ninguno, volvieron a ver su casa natal.
Al
final el señor Judson y el doctor Price fueron llamados a un tribunal de
interrogatorios, donde se les hizo una estricta indagación acerca de lo que
sabían. La gran cuestión parecía ser si habían tenido el hábito de comunicarse
con extranjeros acerca del estado del país, etc. Ellos respondieron que siempre
habían tenido la costumbre de escribir a sus amigos en América, pero que no
tenían correspondencia con oficiales ingleses ni con el gobierno de Bengala.
Después de ser interrogados, no fueron encerrados, como lo habían sido los
ingleses, sino que se les permitió volver a sus casas.
Al
examinar las cuentas del señor G., se encontró que el señor J. y el doctor
Price habían recibido sumas considerables de dinero de su parte. Ignorando como
ignoraban los birmanos la manera en que recibíamos el dinero, por órdenes desde
Bengala, esta circunstancia fue suficiente evidencia para sus mentes
desconfiadas de que los misioneros estaban a sueldo de los ingleses, y que muy
probablemente eran espías. Así se presentó la cuestión ante el rey, que
enfurecido ordenó el arresto inmediato de los «dos maestros».
El
ocho de junio, mientras nos preparábamos para la comida, entró precipitadamente
un oficial, que tenía un libro negro, con una docena de birmanos, acompañados
por uno al que, por su cara con manchas, supimos que era un verdugo e «hijo de
la prisión». «¿Dónde está el maestro?» fue la primera pregunta. El señor Judson
se presentó. «Eres llamado por el rey», le dijo el oficial; ésta es una frase
que siempre se emplea cuando se va a arrestar a un criminal. El hombre con las
manchas de inmediato se apoderó del señor Judson, lo echó al suelo, y sacó la
cuerda pequeña, el instrumento de tortura. Lo tomé del brazo: «Deténgase», le
dije, «le daré dinero». «Arréstala también a ella», dijo el oficial; «también
es extranjera». El señor Judson, con una mirada implorante, rogó que me dejaran
hasta que recibieran nuevas órdenes. La escena era ahora chocante más allá de
toda descripción.
Todo
el vecindario se había reunido los albañiles trabajando en la casa de ladrillos
tiraron las herramientas y corrieron los niñitos birmanos estaban chillando y
llorando los criados bengalíes se quedaron inmóviles al ver las indignidades
cometidas contra su patrón y el endurecido verdugo, con gozo infernal, apretó
las cuerdas, atando firmemente al señor Judson, y lo arrastró, no sabía yo a
dónde. En vano rogué y supliqué a aquella cara manchada que tomara la plata y
que aflojara las cuerdas, sino que escarneció mis ofrecimientos, y se fue de
inmediato. Sin embargo, di dinero a Mounglng para que los siguiera, y volviera
a intentar mitigar la tortura del señor Judson; pero en lugar de tener éxito,
cuando se vieron a una distancia de la casa, aquellos insensibles hombres
volvieron a echar al preso en tierra, y apretaron aún más las cuerdas, de
manera que casi le impedían respirar.
«El
oficial y su grupo se dirigieron a la corte de justicia, donde estaban reunidos
el gobernador de la ciudad y los oficiales, uno de los cuales leyó la orden del
rey que el señor Judson fuera echado en la prisión de muerte, a la que pronto
fue echado, la puerta cerrada y Moung Ing no vio ya más. ¡Qué noche fue
aquella! Me retiré a mi habitación, y traté de lograr consuelo presentando mi
causa a Dios, e implorando fortaleza y fuerzas para sufrir lo que me esperara.
Pero
no me fue concedido mucho tiempo el consuelo de la soledad, porque el
magistrado del lugar había venido a la galería, y me estaba llamando para que
saliera y me sometiera a su interrogatorio. Pero antes de salir destruí todas
mis cartas, diarios y escritos de todo tipo, por si revelaban el hecho de que
teníamos corresponsales en Inglaterra, y donde yo había registrado todos los
acontecimientos desde nuestra llegada al país. Cuando hube terminado esta obra
de destrucción, salí y me sometí al interrogatorio del magistrado, que indagó
de manera muy detallada acerca de todo lo que yo sabía; luego ordenó que fueran
cerrados los portones de las instalaciones, que no se permitiera entrar ni
salir a nadie, puso una guardia de diez esbirros, a los que les dio orden
estricta de guardarme con seguridad, y se fue.
TRASLADO DE LOS PRESOS A OUNG-PEN-LA SEÑORA JUDSON LOS SIGUE
A
pesar de la orden que el gobernador había dado para mi admisión en la cárcel,
fue con la mayor dificultad que pude persuadir al sub carcelero que abriera la
verja. Solía llevar yo misma la comida para el señor Judson, para poder entrar,
y luego me quedaba una o dos horas, a no ser que me echaran. Habíamos
disfrutado de esta cómoda situación sólo dos o tres días cuando una mañana,
habiendo entrado el desayuno del señor Judson, el cual, debido a la fiebre, no
pudo tomar, me quedé más tiempo de lo usual; entonces el gobernador mandó
llamarme con mucho apremio. Le prometí volver tan pronto como supiera cuáles
eran los deseos del gobernador, siendo que él estaba muy alarmado ante este
insólito mensaje.
Me
sentí por tanto agradablemente aliviada cuando el gobernador me dijo que sólo
me quería preguntar acerca de su reloj de pulsera, y pareció inusitadamente placentero
y conversador. Después descubrí que su única intención había sido retenerme
hasta que terminara la terrible escena que estaba a punto de tener lugar en la
cárcel. Porque cuando lo dejé para ir a mi estancia, uno de los criados vino
corriendo, y con rostro empalidecido me dijo que todos los presos blancos
estaban siendo trasladados.
No
quería creer la información, pero en el acto fui de vuelta al gobernador, que
me dijo que acababa de saberlo, pero que no quería decírmelo. Salí
precipitadamente a la calle, esperando poder tener un atisbo de ellos antes que
desaparecieran de mi vista, pero en vano. Corrí primero a una calle, luego a
otra, preguntando a todos los que vela, pero nadie me quería responder.
Finalmente, una anciana me dijo que los presos blancos se habían dirigido al
riachuelo; porque habían de ser llevados a Amarapora.
Luego
fui corriendo a la ribera del riachuelo, que estaba a una media milla, pero no
los encontré. Luego volví a ver al gobernador, para preguntarle la causa de
este traslado, y la probabilidad de su suerte futura. El anciano me aseguró que
desconocía la intención del gobierno de trasladar a los presos hasta aquella
mañana. Que desde que yo me había ido, él se había enterado que los presos
habían sido enviados a Amarapora; pero no sabía con qué propósito. «Enviaré a
un hombre de inmediato para ver qué es lo que debe hacerse con ellos. No puede
hacer nada más por su marido», prosiguió él: Tenga cuidado de usted misma.
Nunca
antes había sentido tanto temor al atravesar las calles de Ava. Las últimas
palabras del gobernador, «Tenga cuidado de usted misma», me hacían sospechar
que había algún designio que yo desconocía. Vi también que tenía miedo de
hacerme ir por las calles, y me aconsejó que esperara hasta que fuera oscuro, y
me enviaría en un carro, y un hombre para abrir las puertas. Tomé dos o tres
baúles con los artículos más valiosos, junto con el baúl de las medicinas, para
depositario todo en casa del gobernador; y después de confiar la casa y las
instalaciones a nuestro fiel Moung Ing y a un criado bengalí, que continuaba
con nosotros (aunque no podíamos pagarle su sueldo), me despedí, como entonces
pensaba probable, para siempre de nuestra casa en Ava.
»El
día era terriblemente caluroso, pero obtuvimos un barco cubierto, en el que
estábamos tolerablemente cómodos, y llegamos hasta unas dos millas de la casa
de gobierno. Luego me procuré un carro; pero las violentas sacudidas, junto con
el terrible calor y el polvo, casi me enajenaron. ¡Y cuál fue mi frustración
cuando llegué al edilicio de la corte de justicia, y descubrí que los presos
habían sido ya enviados fuera hacía dos horas, y que tenía que ir de manera tan
incómoda cuatro millas más con la pequeña María en mis brazos, a la que había
sostenido todo el camino desde Ava! El carretero rehusó proseguir, y después de
esperar una hora bajo el ardiente sol, conseguí otro, y me dirigí hacia aquel
lugar que jamás podré olvidar, Oung-pen-la. Obtuve un guía de parte del
gobernador, y me condujeron directamente al patio de la prisión.
¡Pero
qué escena de miseria vi delante de mis ojos! La cárcel era un viejo edificio
en ruinas, sin tejado; la valla estaba totalmente destruida; ocho o diez birmanos
estaban encima del edilicio, tratando de hacer algo semejante a un refugio con
las hojas, mientras que bajo una pequeña protección fuera de la cárcel se
encontraban los extranjeros, encadenados juntos de dos en dos, casi muertos de
sufrimiento y cansancio. Las primeras palabras de tu hermano fueron: «¿Por qué
has venido? Esperaba que no me seguirías, porque no puedes vivir aquí».
Había
oscurecido ahora. No tenía refrigerio para los sufrientes presos ni para mí
misma, por cuanto había esperado conseguir todo lo necesario en el mercado de
Amarapora, y no tenía refugio para la noche. Le pedí a uno de los carceleros si
podía levantar una pequeña casa de bambú cerca de los presos; «No, no es la
costumbre», me respondió él. Entonces le rogué que me procurara un refugio para
la noche, y por la mañana me buscaría un alojamiento.
Me
llevó a su casa, en la que sólo había dos estancias pequeñas; en una vivía él
con su familia; la otra, que estaba entonces medio llena de grano, me la
ofreció; y en aquella sucia habitacioncilla pasé los siguientes seis meses de
miseria. Conseguí algo de agua medio hervida, en lugar de mi té, y vencida por
la fatiga me eché sobre una estera extendida sobre el arroz, y traté de tener
algo de descanso durmiendo. A la mañana siguiente tu hermano me contó lo que
sigue acerca del brutal tratamiento que había recibido al ser sacado de la
cárcel.
»Tan
pronto como hube salido por la llamada del gobernador, uno de los carceleros se
precipitó a la pequeña estancia del señor Judson, lo tomó violentamente del
brazo, lo sacó afuera, lo desnudó de su ropa excepto por la camisa y los
pantalones, tomó sus zapatos, y sombrero y toda su ropa de cama, le quitó las
cadenas, le ató una cuerda alrededor de la cintura, lo arrastró a la casa del
tribunal, adonde habían sido antes llevados los otros presos. Fueron luego
atados de dos en dos y entregados en manos del Lamine Wun, que fue delante de
ellos a caballo, mientras sus esclavos conducían a los presos, sosteniendo cada
esclavo una cuerda que ataba a dos presos juntos. Esto sucedió en mayo, uno de
los meses más calurosos del año, y a las once de la mañana, con lo que el sol
era verdaderamente intolerable.
Habían
caminado sólo media milla cuando los pies de tu hermano quedaron llenos de
ampollas, y tan grande era su agonía, incluso en una etapa tan temprana del
viaje, que al pasar el riachuelo anhelaba echarse al agua para librarse de sus
sufrimientos. Sólo se lo impidió la culpa unida a tal acción. Les quedaban ocho
millas de camino. La arena y la grava eran como carbones encendidos para los
pies de los presos, que pronto quedaron despellejados; en este mísero estado
fueron azuzados por sus implacables conductores. El estado de debilidad del
señor Judson, a causa de la fiebre, y al no haber tomado alimentos por la
mañana, lo hacía menos capaz de soportar aquellas dificultades que los otros
presos.
A
medio camino se detuvieron para beber, y tu hermano le rogó al Lamine Wun que
le permitiera ir en su caballo por una o dos millas, porque no podía seguir en
aquel terrible estado. Pero la única contestación que recibió fue una mirada
maligna. Luego le pidió al Capitán Laird, que estaba atado con él, que le
permitiera sostenerse en su hombro, porque se estaba derrumbando. Esto se lo
concedió aquel gentil hombre por una o dos millas, pero luego encontró
insoportable aquella carga añadida. Justo entonces se acercó a ellos el criado
bengalí del señor Gouger, y viendo la angustia de tu hermano, se sacó su
turbante, que estaba hecho de tejido, lo partió en dos, dio la mitad a su amo,
y la mitad al señor Judson, que en el acto lo usó para vendar sus pies heridos,
porque no se les permitía descansar ni un momento. El siervo ofreció entonces
su hombro al señor Judson, y así le llevó el resto del camino.
»El
Lamine Wun, al ver el estado lastimoso de los presos, y que uno de ellos había
muerto, decidió que no proseguirían más aquella noche, pues si no hubieran
seguido hasta llegar a Oung-pen-la aquel mismo día. Ocuparon un pequeño
cubierto aquella noche para descansar, pero sin estera ni cojín, ni nada para
cubrirse. La curiosidad de la mujer del Lamine Wun la indujo a visitar a los
presos, cuyos sufrimientos suscitaron su compasión, y ordenó que se les diera
algo de fruta, azúcar y tamarindos para alimentarlos.
A
la mañana siguiente se les preparó arroz, y pobre como era este alimento, fue
para refrigerio de los presos, que el día anterior casi no habían tenido
alimento alguno. También se prepararon carros para llevarlos, porque ninguno de
ellos podía caminar Durante todo este tiempo los extranjeros desconocían
totalmente qué iba a suceder con ellos; cuando llegaron a Oung-pen-la y vieron
el estado de mina de la cárcel, todos, unánimes, llegaron a la conclusión de
que iban a ser quemados, según un rumor que antes había circulado por Ava.
Todos comenzaron a prepararse para el terrible fin que esperaban, y no fue
hasta que vieron preparativos para reparar la cárcel que comenzaron a perder la
terrible certidumbre de una muerte cruel y lenta. Mi llegada tuvo lugar una o
dos horas después de esto.
A
la mañana siguiente me levanté y traté de encontrar algo de comida. Pero no
había mercado, y no se podía conseguir nada. Sin embargo, uno de los amigos del
doctor Price había traído algo de arroz frío y de curry desde Amarapora, lo que,
junto con una taza de té del señor Lansago, sirvió de desayuno para los presos;
para comer, hicimos un curry de pescado salado seco, que había traído un criado
del señor Couger Todo el dinero que tenía en este mundo lo había traído
conmigo, escondido por mis vestidos; así que podrás juzgar cuáles eran nuestras
perspectivas en caso de que la guerra se prolongara mucho.
Pero
nuestro Padre celestial demostró ser mejor para nosotros que nuestros temores,
porque, a pesar de las constantes extorsiones de los carceleros durante los
seis meses que estuvimos en Oung-pen-la, y de las frecuentes carencias a las
que estuvimos sometidos, nunca sufrimos realmente por falta de dinero, aunque
sí frecuentemente por falta de provisiones, que no podíamos procuramos.
Aquí
en este lugar comenzaron mis sufrimientos físicos personales. Mientras tu
hermano estaba encerrado en la prisión de la ciudad, me habían permitido
quedarme en nuestra casa, donde me quedaban muchas comodidades, y donde mi
salud había continuado buena más allá de todas las expectativas. Pero ahora no
tenía yo ninguna comodidad; ni siquiera una silla ni asiento de tipo alguno,
excepto el suelo de bambú. La misma mañana después de mi llegada, Mary
Hasseltine cayó enferma de viruela, de manera normal. Ella, aunque era muy
joven, era la única ayuda de que yo disponía para cuidar a la pequeña María.
Pero ella demandaba ahora todo el tiempo que yo podía dedicarle al señor
Judson, que seguía con fiebre en la cárcel, y cuyos pies estaban tan
terriblemente estropeados que durante varios días fue incapaz de moverse.
No
sabía qué hacer, porque no podía conseguir asistencia de los vecinos, ni
medicina para los enfermos, sino que estaba todo el día yendo de la casa a la
cárcel con la pequeña María en brazos. A veces me sentía muy aliviada dejándola
durmiendo durante una hora al lado de su padre, mientras volvía a casa para
cuidarme de Mary, que tenía una fiebre tan alta que deliraba. Estaba tan
cubierta de viruela que no se distinguía entre las pústulas. Como estaba en la
misma habitación que yo, sabía que María se contagiaría. Por ello, se la
inoculé de otro niño, antes que la de Mary llegara al estado de ser contagiosa.
Al mismo tiempo inoculé a Abby y a los niños del carcelero, y todos la tuvieron
tan leve que ni interrumpió sus juegos. Pero la inoculación en el brazo de mi pobre
pequeña María no prendió; se contagió de Mary, y la sufrió de manera normal.
Entonces sólo tenía tres meses y medio, y habría sido una niña muy saludable;
pero tardó tres meses antes de recuperarse totalmente de los efectos de esta
terrible enfermedad.
Recordarás
que yo nunca había tenido la viruela, sino que había sido vacunada antes de
salir de América. Como consecuencia de estar expuesta tanto tiempo a ella, se
me formaron casi cien pústulas, aunque sin síntomas previos de fiebre, etc. Al
tener los niños del carcelero la enfermedad en forma tan leve, como
consecuencia de la inoculación, mi fama se extendió por todo el pueblo, y me
trajeron a todos los niños, pequeños y mayores, que aún no la habían tenido,
para que los inoculara. Y aunque yo no sabía nada de la enfermedad, ni la forma
de tratarla, los inoculé a todos con una aguja, y les mandé que tuvieran
cuidado con sus comidas; éstas fueron todas las instrucciones que les pude dar.
El señor Judson fue mejorando de salud, y se encontró mucho más cómodamente
situado que cuando estaba en la prisión de la ciudad.
Los
presos fueron al principio encadenados de dos en dos; pero tan pronto como los
carceleros pudieron conseguir suficientes cadenas, fueron separados, y cada
preso tuvo sólo dos cadenas. La cárcel fue reparada, se hizo una nueva valla, y
se erigió un gran y aireado cubierto delante de la cárcel, en donde se les
permitía estar a los presos durante el día, aunque eran encerrados en la
pequeña y atestada cárcel por la noche. Todos los niños se recuperaron de la
viruela; pero mis velas y mi fatiga, junto con mi pobre comida, y más mísero
alojamiento, trajo sobre mí una de las enfermedades del país, que casi siempre
es fatal para los extranjeros.»
Mi
constitución parecía destruida, y en pocos días quedé tan debilitada que apenas
si podía caminar a la prisión del señor Judson. En este estado debilitado, me
dirigí en carro a Ava para conseguir medicinas, y algún alimento apropiado,
dejando al cocinero para que tomara mi lugar. Llegué sana y salva a casa, y
durante dos o tres días la enfermedad parecía detenida; después de ello me
volvió a atacar violentamente, de manera que no me quedaron esperanzas de
recuperarme; mi ansiedad era ahora volver a Oung-pen-la para morir cerca de la
prisión. Fue con gran dificultad que recuperé el baúl de medicinas de manos del
gobernador, y entonces no tuve a nadie para administrar medicinas. Sin embargo,
conseguí láudano, y tomando dos gotas cada vez durante varias horas, me detuvo
la enfermedad hasta el punto de posibilitarme subir a bordo de un barco, aunque
tan débil que no podía mantenerme en pie, y de nuevo me dirigí a Oung-pen-Ta.
Las
últimas cuatro horas del viaje fueron penosas, en carro, y en medio de la
estación lluviosa, cuando el fango casi entierra a los bueyes. Para que te
formes una idea de un carro birmano, te diré que sus ruedas no están
construidas como las nuestras, sino que son simplemente tablones redondos
gruesos con un agujero en medio, a través del que pasa una estaca que sostiene
la plataforma.
Apenas
si llegué a Oung-pen-la cuando pareció corno si se hubieran agotado todas mis
fuerzas. El buen cocinero nativo salió a ayudarme a entrar a la casa, pero mi
apariencia estaba tan alterada y demacrada que el pobre hombre prorrumpió en
llanto al verme. Me arrastré sobre la estera en la pequeña estancia, en la que estuve
encerrada durante más de dos meses, y nunca me recuperé perfectamente hasta que
llegué al campamento inglés.
En
este período, cuando me vi incapaz de cuidarme a mí misma, o de cuidar al señor
Judson, los dos hubiéramos muerto, si no hubiera sido por el fiel y afectuoso
cuidado de nuestro cocinero bengalí. Un cocinero bengalí normal no está
dispuesto a hacer nada más que la actividad simple de cocinar; pero pareció
olvidar su casta, y casi sus propias necesidades, en sus esfuerzos por
salvarnos. Procuraba, cocinaba y llevaba la comida de tu hermano, y luego
volvía y se cuidaba de mí. He sabido que frecuentemente no tomaba comida hasta
el anochecer, a causa de tener que ir tan lejos para conseguir leña y agua, y a
fin de tener la comida del señor Judson lista a la hora acostumbrada.
Nunca
se quejó; nunca pidió su paga, y nunca lo dudó un instante por ir a donde
fuera, ni por actuar de la manera que deseáramos. Tengo gran agrado en hablar
de la fiel conducta de este criado, que sigue estando con nosotros, y confío en
que ha sido bien recompensado por sus servicios.
Nuestra
pequeña María fue la que más sufrió en este tiempo, al privarla mi enfermedad
de su alimento usual, y no pudimos conseguir ni una nodriza ni una gota de
leche en el pueblo; haciendo presentes a los carceleros, conseguí permiso para
que el señor Judson saliera de la cárcel y llevara a la demacrada pequeña por
el pueblo, para rogar algo de aliento de aquellas madres que tuvieran pequeños.
Sus lloros en medio de la noche eran para partir el corazón, pero era imposible
suplir sus necesidades. Ahora comencé a pensar que habían caído sobre mí las
aflicciones de Job. Cuando estaba con salud pude soportar las varias
vicisitudes y pruebas que fui llamada a soportar.
Pero
estar encerrada enferma e incapaz de ayudar a mis seres queridos, cuando
estaban angustiados, era casi más de lo que podía sobrellevar; y si no hubiera
sido por los consuelos de la religión, y por una convicción total de que cada
prueba adicional estaba ordenada por un amor y una misericordia infinitos, me
hubiera hundido ante la acumulación de sufrimientos. A veces nuestros
carceleros parecían algo suavizados ante nuestros sufrimientos, y durante
varios días dejaron que el señor Judson viniera a casa, lo que era para mí un
indecible consuelo. Luego volvían a mostrarse con un duro corazón en sus
exigencias corno si estuviéramos libres de sufrimientos, y en circunstancias de
abundancia. La irritación, las extorsiones, y las opresiones a las que nos
vimos sometidos durante nuestros seis meses de estancia en Oung-pen-la están
más allá de toda enumeración o descripción.
Finalmente
llegó el tiempo de nuestra liberación de aquel odioso lugar, la cárcel de
Oung-pen-la. Llegó un mensajero de nuestro amigo, el gobernador de la puerta
norte de palacio, que era anteriormente Kung-tone, Myou-tsa, informándonos que
se había dado una orden en palacio, la noche anterior, para la liberación del
señor Judson. Aquella misma noche llegó una orden oficial; y con el corazón
gozoso comencé a preparar nuestra partida para la siguiente mañana. Pero hubo
un estorbo imprevisto, que nos hizo temer que yo debiera continuar siendo
retenida como prisionera.
Los
avariciosos carceleros, mal dispuestos a perder su presa, insistieron en que mi
nombre no estaba incluido en la orden, y que yo no debía partir. En vano
insistí en que yo no había sido enviada allí como presa, y que ellos no tenían
autoridad alguna sobre mí; siguieron decididos a que no me fuera, y prohibieron
a los del pueblo que me dejaran un carro. El señor Judson fue entonces sacado
de la cárcel, y llevado a la casa del carcelero, donde, con promesas y
amenazas, consiguió finalmente su consentimiento, a condición que dejáramos la
parte restante de nuestras provisiones que habíamos recibido recientemente de
Ava.
Era
mediodía cuando nos permitieron partir. Cuando llegamos a Amarapora, el señor
Judson se vio obligado a seguir la conducción del carcelero, que lo llevó al
gobernador de la ciudad. Tras haber hecho todas las indagaciones pertinentes,
el gobernador designó otra guardia, que llevó al señor Judson al tribunal de
Ava, lugar al que llegó en algún momento de la noche. Yo emprendí mi propio
viaje, torné un barco, y llegué a casa antes de hacerse oscuro.
Mi
primer objeto a la mañana siguiente fue ir a buscar a tu hermano, y tuve la
mortificación de encontrarlo de nuevo en prisión, aunque no la prisión de
muerte. Fui de inmediato a ver a mi antiguo amigo el gobernador de la ciudad,
que ahora había ascendido al rango de Wun-gye. Este me informó que el señor
Judson debía ser enviado al campamento birmano, para actuar como traductor e
intérprete, y que estaba confinado sólo durante un tiempo, mientras se
solucionaran sus asuntos.
Temprano
a la mañana siguiente fui a ver de nuevo a este oficial, que me dijo que en
aquellos momentos el señor Judson había recibido veinte tickals del gobierno,
con órdenes de ir inmediatamente a un barco dirigido a Maloun, y que le había
dado permiso para detenerse unos momentos en la casa, que le tomaba de camino.
Me apresuré a ir de nuevo a la casa, adonde pronto llegó el señor Judson. Pero
sólo se le permitió quedarse un breve tiempo, mientras yo le preparaba comida y
ropa para uso futuro.
Fue
puesto en una barca pequeña, donde no tenía sitio ni para tumbarse, y donde su
exposición a las frías y húmedas noches le causó una violenta fiebre, que casi
puso fin a todos sus sufrimientos. Llegó a Maloun al tercer día, donde, enfermo
como estaba, fue obligado a comenzar de inmediato el trabajo de traducir. Se
quedó seis semanas en Maloun, sufriendo tanto como había sufrido durante el
tiempo en que había estado encarcelado, aunque no estaba puesto en hierros, ni
expuesto a los vejámenes de aquellos crueles carceleros.
Durante
la primera quincena después de su partida, mi ansiedad fue menor que la que
había sufrido en el tiempo anterior, desde el comienzo de nuestras
dificultades. Sabía que los oficiales birmanos en el campamento considerarían
invaluables los servicios del señor Judson, de manera que no emplearían medidas
que amenazasen su vida. Pensé también que su situación sería más cómoda de lo
que realmente fue; por esto mi ansiedad fue menor.
Pero
mi salud, que nunca se había recuperado desde aquel violento ataque en
Oung-pen-la, fue ahora disminuyendo a diario, hasta que caí en la fiebre con
manchas, con todos sus horrores. Sabía la naturaleza de esta fiebre desde su
comienzo, y a causa del pobre estado de mi constitución, junto con la ausencia
de asistentes médicos, estaba convencida de que el desenlace sería fatal. El
día que caí enferma, vino una nodriza birmana y ofreció sus servicios para
María. Esta circunstancia me llenó de gratitud y confianza en Dios; porque
aunque había hecho tantos esfuerzos durante tanto tiempo por conseguir una
persona así, nunca había podido. Y en el mismo momento en que más necesitaba
una, sin esfuerzo alguno se me hizo un ofrecimiento voluntario.
Mi
fiebre me atacó violentamente y sin ceder un momento. Comencé a pensar en arreglar
mis asuntos terrenales, y en entregar mi pequeña María al cuidado de la mujer
portuguesa, cuando perdí la razón y quedé insensible a todo lo que tenía a mí
alrededor. Durante este terrible período, el doctor Price fue liberado de la
cárcel, y al oír de mi enfermedad consiguió permiso para venir a verme. Desde
entonces me ha contado que mi condición era de lo más terrible que jamás él
viera, y que no pensó entonces que yo fuera a sobrevivir muchas horas.
Tenía
el cabello afeitado, la cabeza y los pies cubiertos de ampollas, y el doctor
Price ordenó al criado bengalí que se cuidaba de mi que tratara de persuadirme
a tornar algo de alimento, lo cual yo había rehusado obstinadamente durante
varios días. Una de las primeras cosas que recuerdo es ver a este fiel criado
de pie a mi lado, tratando de convencerme para que tornara algo de vino y agua.
De hecho, estaba tan debilitada que los vecinos birmanos que habían venido a
verme dijeron: «Está muerta; y si el rey dé los ángeles entrara aquí, no podría
recuperarla».
La
fiebre, supe después, estuvo dominándome durante diecisiete días desde la
aparición de las ampollas. Ahora comencé a recuperarme lentamente; pero pasó
más de un mes antes que tener fuerzas para ponerme en pie. Mientras estaba en
este estado de debilidad, el criado que había seguido a tu hermano al
campamento birmano llegó y me informó de que su amo había llegado, y que estaba
siendo conducido a la corte de justicia en la ciudad. Envié a un birmano a que
observara los movimientos del gobierno, y a enterarse, si podía, de qué iban a
hacer con el señor Judson.
Pronto
volvió y me dijo que había visto al señor Judson salir del patio de palacio,
acompañado por dos o tres birmanos, que le llevaban a una de las cárceles en la
ciudad; y que se rumoreaba por la ciudad que iba a ser vuelto a enviar a la
cárcel de Oung-pen-la. Estaba demasiado débil para oír malas noticias de ningún
tipo; pero este golpe tan terrible casi me destrozó del todo.
Durante
un tiempo apenas si podía respirar; pero al final recobré suficiente compostura
para enviar a nuestro amigo Moung Ing a nuestro amigo, el gobernador de la
puerta norte, y le rogué que hiciera otro esfuerzo por obtener la liberación
del señor Judson, y que impidiera que fuera enviado de nuevo a la cárcel del
campo, donde sabia que sufriría mucho, porque yo no podría seguirlo allí. Moung
Ing fue luego en busca del señor Judson, y era ya casi oscuro cuando lo
encontró dentro de una oscura prisión. Yo había enviado alimentos a hora
temprana en la tarde, pero al no poder encontrarlo, el que la había llevado
volvió con ellos, lo que añadió más a mi angustia, porque temía que fuera a ser
enviado a Oung-pen-la.
Si
jamás había sentido el valor y la eficacia de la oración, la sentí ahora. No
podía levantarme de mi lecho; nada podía hacer para conseguir a mi marido; sólo
podía rogarle a aquel grande y poderoso Ser que ha dicho: «Invócame en el día
de la angustia: Te libraré, y tú me honrarás». Él me hizo sentir en esta
ocasión esta promesa de manera tan poderosa que me puse muy serena, sintiendo
la certeza de que mis oraciones serían contestadas.
Cuando
el señor Judson fue enviado de Maloun a Ava, fue con un plazo de cinco minutos
y sin saber la causa. Mientras iba río arriba vio accidentalmente la
comunicación que había enviado el gobierno acerca de él, y que sencillamente
decía: «No tenemos más necesidad de Judson, y por ello lo devolvemos a la
ciudad dorada». Al llegar al tribunal sucedió que no había nadie familiarizado
con el señor Judson.
El
oficial presidente preguntó acerca de desde dónde había sido enviado a Maloun.
Le respondieron que desde Oung-pen-la. «Entonces», dijo el oficial, «que lo
devuelvan allí». Fue luego entregado a una guardia, para ser llevado al lugar
mencionado, para quedarse allí hasta que pudiera ser conducido a Oung-pen-la.
Mientras tanto, el gobernador de la puerta del norte presentó una petición al
alto tribunal del imperio, ofreciéndose como garantía de la seguridad del señor
Judson, obtuvo su liberación, y lo llevó a su casa, donde lo trató con todas
las bondades posibles, y a donde fui yo llevada cuando mi salud mejorada lo
permitió.
Fue
en un anochecer fresco y con claro de luna, en el mes de marzo, que con
corazones llenos de gratitud a Dios, y sobreabundantes de gozo ante nuestras perspectivas,
pasamos Irrawaddy río abajo, rodeados por seis u ocho barcas doradas, y
acompañados de todas nuestras pertenencias terrenas.
Ahora,
por vez primera en un año y medio, sentimos que éramos libres, y ya no más
sujetos al opresivo yugo de los birmanos. ¡Y con qué sensación de deleite vi, a
la siguiente mañana, los mástiles de un barco de vapor, el seguro presagio de
estar dentro del ámbito de la vida civilizada! Tan pronto como nuestra barca
llegó a la orilla, el Brigadier A. y otro oficial subieron a bordo, nos
felicitaron por nuestra llegada, y nos invitaron a bordo del vapor, donde pasé
el resto del día. Mientras tanto, tu hermano iba a ver al general que, con un
destacamento del ejército, había acampado en Yandabu, unas pocas millas más río
abajo.
El
señor Judson volvió por la tarde, con una invitación de Sir Archibald, para que
acudiera de inmediato a su residencia, donde me presentaron a la mañana
siguiente, y recibida con la mayor gentileza por el general, que había
levantado una tienda para nosotros cerca de la suya, y que nos invitó a su
mesa, tratándonos con la bondad de un padre más que como extranjeros de otro
país.
Durante
varios días está sola idea ocupó mi mente de continuo: que estábamos fuera del
poder del gobierno birmano, y una vez más bajo la protección de los ingleses.
Nuestros sentimientos dictaban de continuo expresiones como ésta: ¿Qué
pagaremos a Jehová por todos sus beneficios para con nosotros?
Pronto
se concertó el tratado de paz, firmado por ambas partes, y se declaró públicamente
el término de las hostilidades. Salimos de Yandabu, después de unas dos semanas
de permanencia, y llevamos sanos y salvos a la casa de la misión en Rangún,
después de una ausencia de dos años y tres meses.»
A
lo largo de todo este sufrimiento se conservó el precioso manuscrito del Nuevo
Testamento birmano. Fue puesto en una bolsa y transformado en un cojín duro
para el encarcelamiento del doctor Judson. Pero se vio obligado a mostrarse
aparentemente descuidado acerca de él, para que los birmanos no pensaran que
contenía algo valioso y se lo quitaran. Pero con ayuda de un fiel converso
birmano, el manuscrito, que representaba tantos largos días de trabajo, fue
guardado a salvo.
Al
término de esta larga y trágica narración, podemos dar de manera apropiada el
siguiente tributo a la benevolencia y a los talentos de la señora Judson, dado
por uno de los presos ingleses que estuvieron encerrados en Ava con el señor
Judson. Fue publicado en un diario de Calcuta al término de la guerra:
La
señora Judson fue la autora de aquellos elocuentes e intensos alegatos al
gobierno que los prepararon gradualmente para la sumisión a las condiciones de
paz, que nadie hubiera esperado, conociendo la arrogancia e inflexible soberbia
de la corte birmana.
Y
hablando de esto, el derramamiento de sentimientos de gratitud, en mi nombre y
en el de mis compañeros, me llevan a añadir un tributo de gratitud pública a
aquella amable y humanitaria mujer, que, aunque vivía a dos millas de distancia
de nuestra cárcel, sin medios de transporte, y con muy precaria salud, olvidó
su propia comodidad y debilidad, visitándonos casi cada día, buscándonos y
ministrando a nuestras necesidades, y contribuyendo en todas las maneras a
aliviar nuestra desgracia.
Mientras
fuimos dejados sin alimentos por el gobierno, ella, con una perseverancia
infatigable, por unos u otros medios, nos consiguió un constante suministro.
Cuando
el estado haraposo de nuestras ropas evidenció la extremidad de nuestra
angustia, ella se mostró dispuesta a sustituir nuestro escaso vestuario.
Cuando
la insensible avaricia de nuestros guardas nos mantenía en el interior o los
llevaba a poner nuestros pies en cepos, ella, como ángel servidor, nunca cesó
en sus solicitudes al gobierno, hasta que era autorizada a comunicarnos las
gratas noticias de nuestra liberación, o de un respiro de nuestras amargas
opresiones.
Además
de todo esto, fue desde luego debido, en primer término a la mencionada
elocuencia y a las intensas peticiones de la señora Judson, que los mal
instruidos birmanos fueron finalmente llevados a la buena disposición de
asegurar el bienestar y la dicha de su país con una paz sincera.»
COMIENZOS MISIONEROS
1800.
Bautismo del primer convertido de Carey. 1804. Organización de la Sociedad
Bíblica Británica y Extranjera. 1805. Henry Martyn zarpa hacia la India. 1807.
Robert Morrison zarpa para la China. 1808. La reunión del pajar celebrada cerca
de Williams College. 1810. Organización de la Junta Americana. 1811. Los
Wesleyanos fundan la Misión de Sierra Leona. 1812. Zarpan los primeros
misioneros de la Junta Americana. 1816. Organización de la Sociedad Bíblica
Americana. 1816. Robert Moffat zarpa hacia África del Sur. 1818. La Sociedad
Misionera de Londres penetra en Madagascar. 1819. Organización de la Sociedad
Misionera Metodista. 1819. La Junta Americana inaugura la Misión de las Islas
Sandwich. 1819. Judson bautiza a su primer convertido birmano.