INTRODUCCIÓN
Historia de las persecuciones en Gran Bretaña e
Irlanda, antes
del reinado de la reina María I
Gildas, el más antiguo escritor británico conocido,
que vivió alrededor del tiempo en que los sajones llegaron a la isla de Gran
Bretaña, ha dejado una narración terrible de la barbaridad de aquellas gentes.
Los sajones, al llegar, siendo paganos como los
Escoceses y los Pictos, destruyeron las iglesias, asesinando al clero allá
donde llegaban; pero no pudieron destruir el cristianismo, porque los que no
quisieron someterse al yugo sajón, huyeron y se establecieron más allá del
Sevem. Los nombres de los cristianos que padecieron en aquellos tiempos,
especialmente los del clero, no nos han sido transmitidos.
El ejemplo más terrible de barbarie bajo el
gobierno sajón fue la matanza de los monjes de Bangor el 586 d.C. Estos monjes
eran en todos los respectos distintos de los que llevan este mismo nombre en
nuestros días.
En el siglo octavo, los daneses, que eran unas
bandas errantes de piratas y bárbaros, arribaron a diversas partes de Gran
Bretaña, tanto de Inglaterra como de Escocia.
Al principio fueron rechazados, pero en el 857 d.C.
un grupo de ellos arribaron a algún lugar cerca de Southampton, y no sólo
saquearon al pueblo, sino que quemaron las iglesias y asesinaron al clero.
El 868 d.C. estos bárbaros penetraron al centro de
Inglaterra y se asentaron en Nottingham; pero los ingleses, bajo su rey
Ethelred, los expulsaron de sus posiciones, y los obligaron a retirarse a
Northumberland.
El 870 otro grupo de estos bárbaros desembarcó en
Norfolk, y libró batalla contra los ingleses en Hertford. La victoria fue de
los paganos, que tomaron prisionero a Edmundo, rey de los Ingleses Orientales,
y después de haberle infligido mil indignidades, traspasaron su cuerpo con
flechas, y luego lo decapitaron.
En Fifeshire, Escocia, quemaron muchas de las
iglesias, entre estas la perteneciente a los Culdeos, en St. Andrews. La piedad
de estos hombres los hacía objeto del aborrecimiento de los daneses, que allí
donde iban señalaban a los sacerdotes cristianos para la destrucción, y no
menos de doscientos fueron muertos en Escocia.
Sucedió algo muy semejante en la zona de Irlanda
llamada Leinster, donde los daneses asesinaron y quemaron vivos a sacerdotes en
sus propias iglesias; llevaban la destrucción a donde iban, sin perdonar edad
ni sexo, pero el clero era para ellos lo más odioso, porque ridiculizaban sus
idolatrías, persuadiendo a su pueblo a que no tuvieran nada que ver con ellos.
En el reinado de Eduardo III, la Iglesia de
Inglaterra estaba sumamente corrompida con errores y superstición, y la luz del
Evangelio de Cristo había quedado muy eclipsada y entenebrecida por los
inventos humanos, ceremonias recargadas y una burda idolatría.
Los seguidores de Wickliffe, entonces llamados
lolardos, se habían hecho muy numerosos, y el clero estaba muy agraviado ante
su crecimiento. Pero fuera cual fuera el poder que tuvieran para molestarlos y
hostigarlos, no tenían autoridad legal para darles muerte. Sin embargo, el
clero aprovechó una oportunidad favorable, y prevalecieron sobre el rey para
introducir una ley ante el parlamento por la que todos los lolardos que
permanecieran obstinados pudieran ser entregados al brazo secular, y quemados
como herejes. Esta ley fue la primera introducida en Gran Bretaña para quemar
personas por sus creencias religiosas; fue introducida en el año 1401, y poco
después se hicieron sentir sus efectos.
La primera persona en sufrir la consecuencia de
esta cruel ley fue William Santree, o Sawtree, un sacerdote, que fue quemado
vivo en Smithfield.
Poco después de esto, Sir John Oldcastle, Lord
Cobham, fue acusado de herejía, por su adhesión a las doctrinas de Wickliffe, y
fue condenado a ser colgado y quemado, lo que fue ejecutado en Lincoln Inn
Fields, en 1419 d.C. En su defensa escrita, Lord Cobham dijo:
«En cuanto a las imágenes, entiendo yo que no son
objeto de fe, sino que fueron ordenadas desde que la fe de Cristo fue dada, por
permisión de la Iglesia, para representar y traer a la mente la pasión de
nuestro Señor Jesucristo, y el martirio y la vida piadosa de otros santos: y
que todo aquel que dé culto a las imágenes muertas, culto que se debe a Dios, o
que ponga su esperanza o confíe en su ayuda como debiera hacerlo en Dios, o que
tenga afecto a unas más que a otras, en esto comete el gran pecado del culto
idolátrico.
»También creo plenamente en esto, que cada hombre
en esta tierra es un peregrino hacia la gloria o hacia el sufrimiento; y que el
que no conoce y no cumple los santos mandamientos de Dios en su vida aquí
(aunque vaya de peregrinación por todo el mundo, y muera así), será condenado;
el que conoce los santos mandamientos de Dios y los guarda hasta el final, este
será salvado, aunque jamás en su vida vaya de peregrinación, como ahora suelen
hacerlo los hombres, a Canterbury, a Roma, o a cualquier otro lugar.»
El día señalado, Lord Cobham fue sacado de la Torre
con sus armas atadas tras él, mostrando un rostro radiante. Luego fue hecho
yacer sobre un enlistonado con patines, como si hubiera sido el peor traidor a
la corona, y arrastrado de esta guisa hasta el campo de St. Giles. Al llegar al
lugar de la ejecución, y ser sacado de aquella especie de trineo, se arrodilló
con devoción, pidiendo al Dios Omnipotente que perdonara a sus enemigos.
Luego se levantó y contempló a la multitud, y los
exhortó de la manera más piadosa a seguir las leyes de Dios escritas en las
Escrituras, y a apartarse de aquellos maestros que vieran contrarios a Cristo
en su manera de conversar y vivir. Luego fue colgado de los lomos con una
cadena de hierro, y quemado vivo en el fuego, alabando el nombre de Dios
mientras tuvo un hálito de vida. La muchedumbre presente dio grandes muestras
de dolor. Esto tuvo lugar el 1418 d.C.
Sería prolijo explicar cómo se comportaron los
sacerdotes en aquella ocasión, ordenando al pueblo que no orara por él, sino
que lo consideraran condenado al infierno, porque había muerto en desobediencia
a su Papa.
Así reposa este valiente caballero cristiano Sir
John Oldcastle, bajo el altar de Dios, que es Jesucristo, entre aquella piadosa
compañía que en el reino de la paciencia sufrieron gran tribulación con la
muerte de sus cuerpos, por Su fiel palabra y testimonio.
En agosto de 1473 fue prendido uno llamado Thomas
Granter en la ciudad de Londres; le acusaron de profesar las doctrinas de
Wickliffe, por las que fue condenado como hereje obstinado. Este piadoso
hombre, llevado a la casa del sheriff por la mañana del día designado para su
ejecución, pidió algo que comer, y habiendo comido un poco, les dijo a la gente
presente: «Como ahora bien, porque tengo que librar una extraña batalla antes
de ir a cenar.» Habiendo terminado la comida, dio gracias a Dios por la
abundancia de Su providencia llena de gracia, pidiendo que lo llevaran ya al
lugar de la ejecución, para poder dar testimonio de la verdad de aquellos principios
que había profesado. Por ello, fue encadenado a una estaca en Tower-hill, donde
fue quemado vivo, profesando la verdad con su último aliento.
En el año 1499, uno llamado Badram, hombre piadoso,
fue traído ante el obispo de Norwich, acusado por algunos de los sacerdotes de
sostener las doctrinas de Wickliffe. Confesó entonces que creía todas aquellas
cosas de que se le acusaba. Por esto fue condenado como hereje obstinado, y se
libró una orden para su ejecución; fue conducido luego a la estaca en Norwich,
donde sufrió con gran constancia.
En 1506 fue quemado vivo un hombre piadoso llamado
William Tilfrey, en Amersham, en un lugar llamado Stoneyprat, y su hija, Joan
Clarke, mujer casada, fue obligada a encender la leña con la que se iba a
quemar a su padre.
Este año también un sacerdote, el Padre Roberts,
fue declarado convicto delante del obispo de Lincoln de ser un lolardo, y fue
quemado vivo en B uckingham.
En 1507, un hombre llamado Thomas Norris fue
quemado vivo por el testimonio de la verdad del Evangelio, en Norwich. Este era
un pobre hombre, inofensivo y pacífico, pero su párroco, hablando con él un
día, conjeturó que era un lolardo. Como consecuencia de esta suposición lo
denunció al obispo, y Nonris fue prendido.
En 1508, Lawrence Guale, que había estado
encarcelado durante dos años, fue quemado vivo en Salisbury, por negar la
presencia real en el Sacramento. Parece que este hombre tenía tienda abierta en
Salisbury, y dio hospitalidad en su casa a algunos lolardos, por lo que fue
denunciado ante el obispo; pero él se mantuvo firme, y fue condenado a sufrir
como hereje.
Una piadosa mujer fue quemada en Chippen Sudbume
por orden del canciller doctor Wittenham. Después de haber sido consumida en
las llamas y la gente volvía a sus casas, un toro escapó de una carnicería, y
dirigiéndose de manera particular contra el canciller de entre el resto de la
multitud, lo traspasó con sus astas, y le arrancó con ellas las entrañas,
llevándolas luego en sus cuernos. Esto lo vieron todos los asistentes, y se
debe destacar que la bestia no hizo amagos contra nadie más en absoluto.
El 18 de octubre de 1511, William Sucling y John
Bannister, que se habían retractado, habiendo vuelto a la profesión de la fe,
fueron quemados vivos en Smithfield.
En el año 1517, un hombre llamado John Brown (que
se había retractado antes en el reinado de Enrique VII, y llevado un tronco de
leña alrededor de la iglesia de San Pablo) fue condenado por el doctor
Wonhaman, arzobispo de Canterbury, y fue quemado vivo en Ashford. Antes de ser
encadenado a la estaca, el arzobispo Wonhaman, y Yester, arzobispo de
Rochester, hicieron quemar sus pies en el fuego hasta que se desprendió toda la
carne hasta los huesos. Esto lo hicieron para forzarlo a retractarse, pero él
persistió en su adhesión a la verdad hasta el fin.
Por este tiempo fue prendido Richard Hunn, un
sastre de la ciudad de Londres, por rehusar pagar al sacerdote sus honorarios
por el funeral de un niño; fue llevado entonces a la Torre de los Lolardos, en
el palacio de Lambeth, donde fue asesinado en privado por algunos de los
criados del arzobispo.
El 24 de septiembre de 1518, John Stilincen, que
antes se había retractado, fue prendido, hecho comparecer ante Richard
Fitx-James, obispo de Londres, y condenado el veinticinco de octubre como
hereje. Fue encadenado a la estaca en Smithfield entre una inmensa muchedumbre
de espectadores, y selló con su sangre su testimonio de la verdad. Declaró que
era un lolardo, y que siempre había creído las doctrinas de Wycliffe; y que
aunque había sido tan débil como para retractarse de sus creencias, que ahora
estaba dispuesto a convencer al mundo de que estaba listo para morir por la
verdad.
En el año 1519, Thomas Mann fue quemado en Londres,
como también lo fue Robert Celin, un hombre llano y honesto, por haber hablado
contra el culto a las imágenes y contra las peregrinaciones.
Alrededor de este tiempo James Brewster, de
Colehester, fue ejecutado en Smithfield, Londres. Sus creencias eran las mismas
que las del resto de los lolardos, o aquellos que seguían las doctrinas de
Wickliffe; pero a pesar de la inocencia de su vida y de su buena reputación, se
vio obligado a soportar la ira papal.
Durante este año, un zapatero llamado Cristopher
fue quemado vivo en Newbury, en Berlishire, por negar los artículos papistas
que ya hemos mencionado. Este hombre poseía algunos libros en inglés que eran
ya suficientes para hacerle odioso ante el clero romanista.
Robert Sillcs, que había sido condenado ante el
tribunal del obispo como hereje y que logró huir de la cárcel, fue apresado sin
embargo dos años más tarde, y devuelto a Coventry, donde fue quemado vivo. Los
alguaciles siempre confiscaban los bienes de los mártires para su propio
beneficio, de manera que sus mujeres e hijos eran dejados morir de hambre.
En 1532, Thomas Harding, acusado de herejía junto
con su mujer, fue traído ante el obispo de Lincoln, y condenado por negar la
presencia real en el sacramento. Luego fue atado a una estaca, levantada para
ello en chesham en el Pell, cerca de Botely, y, cuando hubieron encendido fuego
a la pira, uno de los espectadores le rompió el cráneo con su cachiporra. Los
sacerdotes habían dicho al pueblo que todo el que trajera leña para quemar
herejes tendría una indulgencia para cometer pecados durante cuarenta días.
A finales de aquel año, Worham, arzobispo de
Canterbury, prendió a un tal Hillen, sacerdote en Maidstone, y después de haber
sido torturado durante largo tiempo en la cárcel y de haber sido varias veces
interrogado por el arzobispo y por Fisher, obispo de Rochester, fue condenado
como hereje y quemado vivo delante de la puerta de su propia iglesia
parroquial.
Thomas Bilney, profesor de ley civil en Cambridge, fue
hecho comparecer ante el obispo de Londres, y varios otros obispos, en la Casa
del Capítulo en Westminster, y siendo amenazado varias veces con la estaca y
las llamas, fue lo suficientemente débil como para retractarse; pero después se
arrepintió seriamente.
Por esto fue hecho comparecer ante el obispo por
segunda vez, y condenado a muerte. Antes de ir a la pira confesó su adhesión a
las doctrinas que Lutero mantenía, y, cuando se vio en la hoguera, dijo: «He
sufrido muchas tempestades en este mundo, pero ahora mi nave llegará segura a
puerto.» Se mantuvo inamovible en las llamas, clamando: «¡Jesús, creo!» Estas
fueron las últimas palabras que le oyeron decir.
Pocas semanas después del martirio de Bilney,
Richard Byfield fue echado en la cárcel, y soportó azotes por su adhesión a las
doctrinas de Lutero; Byfield había sido monje durante un tiempo, en Bames,
Surrey, pero se convirtió leyendo la traducción de Tynd ale del Nuevo
Testamento. Los sufrimientos que este hombre soportó por la verdad fueron tan
grandes que se precisaría de un volumen para contarlos.
A veces fue encerrado en una mazmorra, en la que
casi quedó asfixiado por la horrorosa hedor de la inmundicia y del agua
estancada. En otras ocasiones le ataban de los brazos, hasta que casi todas sus
articulaciones quedaban dislocadas. Le azotaron amarrado a un poste en varias
ocasiones, con tal brutalidad que casi no le quedó carne en la espalda; y todo
esto lo hicieron para llevarlo a retractarse. Fue finalmente llevado a la Torre
de los Lolardos en el palacio de Lambeth, donde fue encadenado por el cuello a
la pared, y azotado otra vez de la manera más cruel por los criados del
arzobispo. Finalmente fue condenado, degradado y quemado en Smithfield.
El siguiente en sufrir el martirio fue John
Tewkesbury. Era un hombre sencillo que no se había hecho culpable de nada en
contra de la llamada Santa Madre Iglesia que leer la traducción de Tyndale del
Nuevo Testamento. Al principio tuvo la debilidad de abjurar, pero luego se
arrepintió y reconoció la verdad. Por esto fue llevado ante el obispo de
Londres, que lo condenó como hereje obstinado. Sufrió mucho durante el tiempo
de su encarcelamiento, de manera que cuando lo llevaron a la ejecución estaba
ya casi muerto. Lo llevaron a la hoguera en Smithfield, donde fue quemado,
declarando él su total aborrecimiento del papado, y profesando una firme fe en
que su causa era justa delante de Dios.
El siguiente en sufrir en este reinado fue James
Baynham, un respetado ciudadano de Londres, que se había casado con una viuda
de un caballero en el Temple. Cuando fue encadenado a la estaca abrazó las ascuas
y dijo: « ¡Mirad, papistas! buscáis milagros; aquí veréis vosotros un milagro;
porque en este fuego no siento más dolor que si estuviera en una cama; me es
tan dulce como un lecho de rosas.» Y así entregó su alma en manos de su
Redentor.
Poco después de la muerte de este mártir, un tal
Traxnal, un campesino inofensivo, fue quemado vivo en Bradford, en Wiltshire,
porque no quería reconocer la presencia real en el Sacramento, ni admitir la
supremacía papal sobre las conciencias de los hombres.
En el año 1533 murió por la verdad John Frith, un
destacado mártir. Cuando fue llevado a la pira en Smitlllield abrazó la leña, y
exhortó a un joven llamado Andrew Hewit, que sufrió con él, a que confiara su
alma al Dios que la había redimido. Estos dos sufrientes padecieron gran
tormento, porque el viento apartaba las llamas de ellos, de manera que
sufrieron una agonía de dos horas antes de expirar.
En el año 1538, un demente llamado Collins sufrió
la muerte junto con su perro en Smithfield. Lo que había sucedido era lo
siguiente: Collins estaba un día en la iglesia cuando el sacerdote hizo la
elevación de la hostia; y Collins, ridiculizando el sacrificio de la Misa,
levantó su perro por encima de su cabeza. Por este crimen, Collins, que debía
haber sido enviado a un manicomio, o azotado tras un carro, fue hecho
comparecer ante el obispo de Londres; y aunque realmente estaba loco, tal era
el poder del papado, y tal la corrupción de la Iglesia y del estado, que el
pobre loco y su perro fueron llevados a la pira en Smithfield, donde fueron
quemados vivos, ante una gran multitud de espectadores.
También otras personas sufrieron aquel mismo año, y
se mencionan a continuación: Un tal Cowbridge sufrió en Oxford, y aunque se le
consideraba loco, dio grandes muestras de piedad cuando le ataban a la estaca,
y después que encendieran el fuego a su alrededor.
Por aquel mismo tiempo uno llamado Purdervue fue
hecho morir por haberle dicho en privado a un sacerdote, después que éste hubo
bebido el vino: «Bendijo al pueblo hambriento con el cáliz vacío.»
Al mismo tiempo fue condenado William Letton, un
monje muy anciano, en el condado de Suffolk, que fue quemado en Norwich por
hablar en contra de un ídolo que era llevado en procesión, y por decir que el
Sacramento debía ser administrado bajo las dos especies.
Algún tiempo antes que fueran quemados los dos
anteriores, Nicholas Peke fue ejecutado en Norwich, y cuando encendieron el
fuego, quedó tan abrasado que quedó negro como el betún. El doctor Reading
estaba delante de él, con el doctor Heame y el doctor Spragwell, con una larga
vara blanca en la mano; con ella le dio en el hombro derecho, y le dijo: «Peke,
retráctate, y cree en el Sacramento.»
A esto respondió él: «Te desprecio a ti, y también
al sacramento;» y escupió sangre con gran violencia, debido al atroz dolor de
sus sufrimientos. El doctor Reading concedió cuarenta días de indulgencia al
sufriente, para que pudiera retractarse de sus opiniones, pero él persistió en
su adhesión a la verdad, sin prestar atención alguna a la malicia de sus
enemigos; finalmente fue quemado vivo, gozándose de que Cristo lo hubiera
considerado digno de sufrir por causa de Su nombre.
El 28 de julio de 1540 o de 1541 (porque hay
diferencias acerca del año), Thomas Cromwell, conde de Essex, fue llevado al
cadalso en la Torre, donde fue ejecutado con algunos gestos destacables de
crueldad. Hizo un breve discurso al pueblo, y luego se resignó mansamente al
hacha.
Creemos que es muy propio que este noble sea puesto
entre los mártires, porque aunque las acusaciones proferidas contra él no
tenían que ver con la religión, si no hubiera sido por su celo por abatir el
papismo, podría al menos haber retenido el favor del rey. A esto se debe añadir
que los papistas tramaron su destrucción porque hizo más él por impulsar la
Reforma que nadie en su época, con excepción del doctor Cranmer.
Poco después de la ejecución de Cromwell, el doctor
Cuthbert Barnes, Thomas Gamet y William Jerome fueron hechos comparecer ante la
corte eclesiástica del obispo de Londres, y fueron acusados de herejía.
Presente ante el obispo de Londres, le preguntó al
doctor Barnes si los santos oraban por nosotros. A esto respondió que esto «lo
dejaba a Dios; pero (añadió), yo oraré por vos.»
El trece de julio de 1541 estos hombres fueron
sacados de la Torre y llevados a Smithfield, donde fueron encadenados a una
estaca, y sufrieron allí con una constancia que nada sino una firme fe en
Jesucristo podía inspiradas.
Thomas Sommers, un honrado mercader, fue echado en
prisión, en compañía de otros tres, por leer algunos de los libros de Lutero, y
fueron condenados a llevar aquellos libros a un fuego en Cheapside; allí debían
echarlos en las llamas; pero Sommers echó los suyos por encima, y por ello fue
devuelto a la Torre, y allí apedreado hasta morir.
En este tiempo estaban llevándose a cabo unas
terribles persecuciones en Lincoln, bajo el doctor Longland, obispo de aquella
diócesis. En Buckigham, Thomas Bainard y James Moretón fueron condenados a ser
quemados vivos, el primero por leer la Oración del Señor en inglés, y el otro
por leer la Epístola de Santiago en inglés.
El sacerdote Anthony Parsons fue enviado, y con él
otros dos, a Windsor, para ser allí interrogado acerca de una acusación de
herejía, y les dieron allí varios artículos para que los suscribieran, los
cuales rehusaron. Luego su causa fue seguida por el obispo de Salisbury, que
fue el más violento perseguidor en aquel tiempo, con la excepción de Bonner.
Cuando fueron traídos a la estaca, Parsons pidió de beber, y al dársele, brindó
a sus compañeros de martirio, diciendo: «Gozaos, hermanos, y levantad vuestra
mirada a Dios; porque después de este duro desayuno espero la buena comida que
vamos a tener en el Reino de Cristo, nuestro Señor y Redentor.» Después de
estas palabras, Eastwood, uno de los sufrientes, levantó los ojos y las manos
al cielo, pidiendo al Señor en lo alto que recibiera su espíritu.
Parsons se acercó la paja más hacia él, y luego les
dijo a los espectadores: «¡Esta es la armadura de Dios, y ahora soy un soldado
cristiano listo para la batalla. No espero misericordia sino por los méritos de
Cristo; Él es mi único Salvador, en Él confío yo para mi salvación.» Poco
después de esto se encendieron las hogueras, que quemaron sus cuerpos, pero que
no pudieron dañar sus almas preciosas e inmortales. Su constancia triunfó sobre
la crueldad, y sus sufrimientos serán tenidos en eterno recuerdo.
Así era entregado una y otra vez el pueblo de
Cristo, y sus vidas compradas y vendidas. Porque, en el parlamento, el rey
estableció esta ley cruel y blasfema como ley perpetua: que todo el que leyera
las Escrituras en su lengua vernácula (lo que era entonces llamado «la ciencia
de Wickliffe») debía perder su tierra, sus ganados, su cuerpo, su vida y sus
bienes, por si y por sus herederos para siempre, y ser condenados como herejes
contra Dios, enemigos de la corona y culpables de alta traición.