INTRODUCCIÓN
Así como no hubo lugar alguno, ni en Alemania, ni
en Italia ni en Francia, donde no salieran algunas ramas de aquella fructífera
raíz de Lutero, de la misma manera no quedó esta isla de Gran Bretaña sin su
fruto y sin sus ramas. Entre ellos estaba Patrick Hamilton, un escocés de noble
y alta cuna, y de sangre real, de excelente temperamento, de veintitrés años de
edad, llamado abad de Feme. Saliendo de su país con tres compañeros para
hacerse con una piadosa educación, se llegó a la Universidad de Marburgo, en
Alemania, universidad que para entonces de nueva fundación, por Felipe,
Landgrave de Hesse.
Durante su residencia allá se familiarizó
íntimamente con aquellas eminentes lumbreras del Evangelio que eran Martín
Lutero y Felipe Melancton, y mediante cuyos escritos y doctrinas se adhirió
tenazmente a la religión protestante.
Enterándose el arzobispo de St. Andrews (que era un
rígido papista) de las actuaciones del señor Hamilton, lo hizo apresar, y
haciéndolo comparecer delante de él para interrogarlo brevemente acerca de sus
principios religiosos, lo hizo encerrar en el castillo, con órdenes de que
fuera echado a la mazmorra más inmunda de la prisión.
A la mañana siguiente, el señor Hamilton fue hecho
comparecer delante del obispo, junto con otros, para ser interrogado, siendo
las principales acusaciones contra él que desaprobaba en público las
peregrinaciones, el purgatorio, las oraciones a los santos, por los muertos,
etc.
Estos artículos fueron reconocidos como verdaderos
por el señor Hamilton, en consecuencia de lo cual fue de inmediato condenado a
la hoguera; y para que su condena tuviera tanta más autoridad, se hizo firmar a
todas las personas destacadas allí presentes, y para hacer el número tan grande
como fuera posible incluso se admitió la firma de los niños que fueran hijos de
la nobleza.
Tan deseoso estaba este fanático y perseguidor
prelado por destruir al señor Hamilton, que ordenó la ejecuci6n de la sentencia
en la misma tarde del día en que se pronunció. Por ello, fue llevado al lugar
designado para la terrible tragedia, donde se apiñó un gran número de
espectadores. La mayor parte de la multitud no creía que realmente le fueran a
dar muerte, sino que sólo se hacía para espantarlo, y por ello llevarlo a
abrazar los principios de la religión romanista. Pero pronto tuvieron que salir
de su error.
Cuando llegó a la estaca, se arrodilló y oró
durante un tiempo con gran fervor. Después fue encadenado a la estaca, y le
pusieron la leña a su alrededor. Poniéndole una cantidad de pólvora debajo de
los brazos, la encendieron primero, con lo que la mano izquierda y un lado de
la cara quedaron abrasados, pero sin causarle daños mortales, ni prendiéndose
el fuego a la leña. Entonces trajeron más pólvora y combustible, y esta vez
prendió la leña. Con el fuego encendido, él clamó con voz audible, diciendo:
«¡Señor Jesús, recibe mi espíritu. ¿hasta cuándo reinaran las tinieblas sobre
este reino? ¿Y hasta cuándo sufrirás Tú la tiranía de estos hombres?»
Ardiendo el fuego lentamente al principio, sufrió
crueles tormentos; pero los sufrió con magnanimidad cristiana. Lo que más dolor
le causó fue el clamor de algunos malvados azuzados por los frailes, que
gritaban con frecuencia: «'Conviértete, hereje; clama a nuestra Señora; di
Salve Regina, etc.» Y a estos él replicaba: «Dejadme y parad de molestarme,
mensajeros de Satanás.» Un fraile llamado Campbell, el cabecilla, siguió
molestándole con un lenguaje insultante, y él le replicó: «¡Malvado, que Dios
te perdone!» Después de ello, impedido ya de hablar por la violencia del humo y
por la voracidad de las llamas, entregó su alma en manos de Aquel que se la
había dado.
ESTE FIRME CREYENTE EN CRISTO SUFRIÓ EL MARTIRIO EL AÑO 1527.
Un joven e inofensivo benedictino llamado Henry
Forest, acusado de hablar respetuosamente del anterior Patrick Hamilton, fue
echado en la cárcel; al confesarse a un fraile, reconoció que consideraba a
Hamilton como un hombre bueno, y que los artículos por los que había sido
sentenciado a morir podían ser defendidos. Al ser revelado esto por el fraile,
fue recibido como prueba, y el pobre benedictino fue sentenciado a ser quemado.
Mientras consultaban entre sí acerca de cómo
ejecutarlo, John Lindsay, uno de los caballeros del arzobispo, dio su consejo
de quemar al fraile Forest en alguna bodega subterránea, porque, dijo, «el humo
de Patriek Hamilton ha infectado a todos aquellos sobre quienes ha caído.» Este
consejo fue aceptado, y la pobre víctima murió más bien por asfixia que
quemado.
Los siguientes en caer víctimas por profesar la
verdad del Evangelio fueron David Stratton y Norman Gourlay.
Cuando llegaron al lugar fatal, ambos se
arrodillaron, y oraron por un tiempo con gran fervor. Luego se levantaron, y
Stratton, dirigiéndose a los espectadores, los exhortó a echar a un lado sus
conceptos supersticiosos e idolátricos y a emplear su tiempo en buscar la
verdadera luz del Evangelio. Habría dicho más, pero se vio impedido por los
oficiales presentes.
Su sentencia fue puesta en ejecución, y entregaron
animosos sus almas al Dios que se las había dado, esperando, por los méritos
del gran Redentor, una gloriosa resurrección para vida inmortal. Sufrieron en
el año 1534.
Los martirios de las dos personas mencionadas
fueron pronto seguidos por el del señor Thomas Forret, que durante un tiempo
considerable habla sido deán de la Iglesia de Roma; dos herreros llamados
Killor y Beverage; un sacerdote llamado Duncan Smith, y un gentilhombre llamado
Robert Forrester. Todos ellos fueron quemados juntos, en el monte del Castillo,
en Edimburgo, el último día de febrero de 1538.
Al año siguiente del martirio de los ya
mencionados, esto es, el 1539, otros dos fueron prendidos por sospecha de
herejía: Jerome Russell y Alexander Kennedy, un joven, de unos dieciocho años
de edad.
Estas dos personas, después de haber estado
encerradas en prisión un tiempo, fueron hechas comparecer ante el arzobispo
para su interrogatorio. En el curso del mismo, Russell, que era hombre muy
inteligente, razonó eruditamente contra sus acusadores, mientras estos
empleaban contra él un lenguaje muy insultante.
Terminado el interrogatorio, y considerados ambos
como herejes, el arzobispo pronunció la terrible sentencia de muerte, y fueron de
inmediato entregados al brazo secular para su ejecución.
Al día siguiente fueron llevados al lugar designado
para su suplicio; de camino hacia allí, Russell, al ver que su compañero de
sufrimientos parecía mostrar temor en su rostro, se dirigió así a él: «Hermano,
no temas mayor es Aquel que está en nosotros que el que está en el mundo. El
dolor que hemos de sufrir es breve, y será ligero; pero nuestro gozo y
consolación nunca tendrán fin. Por ello, luchemos por entrar en el gozo de
nuestro Amo y Salvador, por el mismo camino recto que El tomó antes que
nosotros. La muerte no nos puede dañar, porque ya está destruida por El, por
Aquel por causa de quien vamos ahora a sufrir.»
Cuando llegaron al lugar fatal, se arrodillaron
ambos y oraron por un tiempo; después de ello fueron encadenados a la estaca y
se prendió fuego a la leña, encomendando ellos con resignación sus almas a
Aquel que se las había dado, en la plena esperanza de una recompensa eterna en
las mansiones celestiales.
Una relación de la vida, sufrimientos y muerte de
Sir George Wishart, que fue estrangulado y después quemado, en Escocia, por
profesar la verdad del Evangelio.
Por el año de nuestro Señor 1543 había, en la
Universidad de Cambridge, un Maestro George Wishart, comúnmente llamado Maestro
George del Benets College, hombre de alta estatura, calvo, y con la cabeza
cubierta con una gorra francesa de la mejor calidad; se juzgaba que era de
carácter melancólico por su fisonomía; tenía el cabello negro en larga barba,
apuesto, de buena reputación en su país, Escocia, cortés, humilde, amable y
gentil, amante de su profesión de maestro, deseoso de aprender, y habiendo
viajado mucho; se vestía de un ropaje hasta los pies, una capa negra, y medias
negras, tejido burdo blanco para camisa, y bandas blancas y gemelos en sus
puños.
Era hombre modesto, templado, temeroso de Dios,
aborrecedor de la codicia; su caridad nunca se acababa, ni de noche ni de día;
se saltaba una de cada tres comidas, un día de cada cuatro en general, excepto
por algo para fortalecer el cuerpo. Dormía en un saco de paja y en burdos
lienzos nuevos, que, cuando los cambiaba, daba a otros. Al lado de su cama
tenía una bañera, en la que (cuando sus estudiantes estaban ya dormidos, y las
luces apagadas y todo en silencio), solía bañarse. Él me tenía gran afecto, y
yo a él.
Enseñaba con gran modestia y gravedad, de manera
que algunos de sus estudiantes lo consideraban severo, y hubieran querido
matarle; pero el Señor era su defensa. Y él, después de una debida corrección
por la malicia de ellos, los enmendaba con una exhortación buena, y se iba.
¡Oh, si el Señor me lo hubiera dejado a mí, su pobre chico, para terminar lo
que había comenzado! Porque se fue a Escocia con varios de la nobleza que
vinieron para formular un tratado con el Rey Enrique.
En 1543, el arzobispo de St. Andrews hizo una
visitación en varias partes de la diócesis, durante la cual se denunciaron a
varias personas en Perth, por herejía. Entre estas, las siguientes fueron
condenadas a muerte: William Anderson, Robert Lamb, James Finlayson, James
Hunter, James Raveleson y Helen Stark.
Las acusaciones contra estas personas fueron,
respectivamente: Las primeras cuatro estaban acusadas de haber colgado la
imagen de San Francisco, clavando en su cabeza cuernos de carnero, y de fijar
una cola de vaca a su trasero; pero la razón principal de su condena fue por
haberse permitido comer un ganso en día de ayuno.
James Ravelson fue acusado de haber adornado su
casa con la diadema triplemente coronada de San Pedro, tallada en madera, lo
que el arzobispo consideró hecho en escarnio de su capelo cardenalicio.
Helen Stark fue acusada de no haber tenido la
costumbre de orar a la Virgen María, más especialmente durante el tiempo en que
estaba recién parida.
Todos fueron hallados culpables de estos delitos de
que se les acusaba, y de inmediato fueron sentenciados a muerte; los cuatro
hombres a la horca, por comer el ganso; James Raveleson a ser quemado; y la
mujer, que había acabado de dar a luz un bebé y lo criaba, a ser metida en un
saco, y ahogada.
Los cuatro, con la mujer y el niño, fueron muertos
el mismo día, pero James Raveleson no fue ejecutado hasta algunos días más
tarde.
Los mártires fueron conducidos por una gran banda
de hombres armados (porque temían una rebelión en la ciudad, lo que hubiera
podido acontecer si los hombres no hubieran estado en la guerra) hacia el lugar
de la ejecución, que era el común de los ladrones, y ello para hacer parecer su
causa más odios a ante el pueblo. Todos consolándose unos a otros, y
asegurándose unos a otros que cenarían juntos en el Reino del Cielo aquella
noche, se encomendaron a Dios, y murieron con constancia en el Señor.
La mujer deseaba anhelantemente morir con su
marido, pero no le fue permitido; pero, siguiéndole al lugar de la ejecución,
le dio consuelo, exhortándole a la perseverancia y paciencia por causa de
Cristo, y, despidiéndose de él con un beso, le dijo: «Esposo, regocíjate,
porque hemos vivido juntos durante muchos días gozosos; pero este día en el que
tenemos que morir debería sernos aún más gozoso, porque tendremos gozo para
siempre; por ello, no te diré que buenas noches, porque nos encontraremos de
repente con gozo en el Reino de los Cielos.» Después de esto, la mujer fue
llevada a ser ahogada, y aunque tenía un bebé mamando en su pecho, esto no
movió para nada los implacables corazones de los enemigos. Así, después de
haber encomendado a sus hijos a los vecinos de la ciudad por causa de Dios, y
que el pequeño bebé fuera dado a la nodriza, ella selló la verdad con su
muerte.
Deseoso de propagar el verdadero Evangelio en su
propio país, George Wishart dejó Cambridge en 1544, y al llegar a Escocia
predicó primero en Montrose, y después en Dundee. En este último lugar hizo una
exposición pública de la Epístola a los Romanos, que hizo con tal unción y
libertad que alarmó enormemente a los papistas.
Como consecuencia de ello (por instigación del
Cardenal Beaton, arzobispo de St. Andrews), un tal Robert Miln, hombre principal
en Dundee, fue a la iglesia donde predicaba Wishart, y en medio del discurso le
dijo que no perturbara más a la ciudad, porque estaba decidido a no admitirlo.
Este repentino desaire sorprendió enormemente a
Wishart, que, después de una breve pausa, mirando dolorido a quien le hablaba y
a su audiencia, dijo: «Dios me es testigo de que jamás he intentado perturbar,
sino confortar; sí, vuestra turbación me duele más a mí que a vosotros mismos;
pero estoy seguro de que el rechazamiento de la Palabra de Dios y la expulsión
de Su mensajero no os preservará de turbación, sino que os la atraerá; porque
Dios os enviará ministros que no temerán ni al fuego ni al destierro.
Yo os he ofrecido la Palabra de salvación. Con
peligro de mi vida he permanecido entre vosotros. Ahora vosotros mismos me
rechazáis; pero debo declarar mi inocencia delante de Dios: Si tenéis larga
prosperidad, no soy guiado por el Espíritu de verdad; pero si caen sobre
vosotros perturbaciones no buscadas, reconoced la causa y volveos a Dios, que
es clemente y misericordioso. Pero si no os volvéis a la primera advertencia,
El os visitará con el fuego y la espada.» Al terminar este discurso, salió del
púlpito y se retiró.
Después de esto se fue al Oeste de Escocia, donde
predicó la Palabra de Dios y fue bien acogido por muchos.
Poco tiempo después de esto el señor Wishart
recibió noticias de que se había desatado la plaga en Dundee. Comenzó cuatro
días después que le fuera prohibido predicar allá, y fue tan violenta que casi
era increíble cuántos murieron en el espacio de veinticuatro horas. Al serle
esto relatado, a pesar de la insistencia de sus amigos por detenerle, decidió
volver allá, diciendo: «Ahora están turbados y necesitan consolación. Quizá
esta mano de Dios les hará ahora exaltar y reverenciar la Palabra de Dios, que
antes estimaron en poco.»
En Dundee fue recibido gozosamente por los
piadosos. Escogió la puerta oriental como lugar de predicación, de manera que
los sanos estaban dentro, y los enfermos fuera de la puerta. Tomó este texto
como el tema de su sermón: «Envió Su palabra, y los sanó,» etc. En su sermón se
extendió principalmente en la ventaja y la consolación de la Palabra de Dios, en
los juicios que sobrevienen por el menosprecio o rechazo de la misma, la
libertad de la gracia de Dios para con todo Su pueblo, y la felicidad de Sus
elegidos, a los que Él mismo saca de este mundo miserable. Los corazones de los
oyentes se elevaron tanto ante la fuerza divina de este discurso que vinieron a
no considerarla muerte con temor, sino a tener por dichosos a los que serían
entonces llamados, no sabiendo si volvería él a tener tal consolación para con
ellos.
Después de esto, la peste se aplacó, aunque, en
medio de ella, Wishart visitaba constantemente a los que yacían en la hora
fatal, y los consolaba con sus exhortaciones.
Cuando se despidió de la gente de Dundee, les dijo
que Dios casi había dado fin a aquella peste, y que ahora él era llamado a otro
lugar. Fue de allí a Montrose, donde predicó algunas veces, pero pasó la mayor
parte de su tiempo en meditación privada y oración.
Se dice que antes de salir de Dundee, y mientras
estaba dedicado a la obra de amor para con los cuerpos y las almas de aquella
pobre gente afligida, el Cardenal Beaton indujo a un sacerdote papista
fanático, llamado John Weighton, para que le matara; y este intento fue como
sigue: un día, después que Wishart hubo acabado su sermón y la gente se había
ido, un sacerdote se quedó de pie esperando al pie de las escaleras, con una
daga desenvainada en su mano bajo su sotana. Pero el señor Wishart, que tenía
una mirada sagaz y penetrante, viendo al sacerdote cuando bajaba del púlpito,
le dijo: «Amigo mío, ¿que querría usted?», y de inmediato, asiéndole de la
mano, le quitó la daga. El sacerdote, aterrado, se puso de rodillas, confesó
sus intenciones, y le rogó perdón.
La noticia corrió, y llegando a oídos de los
enfermos, estos dijeron: «Dadnos al traidor, o lo tomaremos por la fuerza; y se
lanzaron a la puerta. Pero Wishart, tomando al sacerdote en sus brazos, les
dijo: «El que le haga daño, me hará daño a mí, porque no me ha hecho mal
alguno, sino un gran bien, enseñándome a ser más prudente para el futuro.» Con
esta conducta, apaciguó al pueblo, y salvó la vida del malvado sacerdote.
Poco después de volver a Montrose, el cardenal de
nuevo conspiró contra su vida, haciendo enviarle una carta corno procedente de
su amigo íntimo, el señor de Kennier, en la que se le pedía que acudiera a
verle con toda premura, porque había caído en una repentina enfermedad.
Mientras tanto, el cardenal había apostado sesenta hombres armados emboscados a
una milla y media de Montrose, para asesinarlo cuando pasara por allí.
La carta fue entregada en mano a Wishart por un
muchacho, que también le trajo un caballo para el viaje. Wishart, acompañado
por algunos hombres honrados, amigos suyos, emprendió el viaje, pero viniéndole
algo particular a la mente mientras iba de camino, volvió. Ellos se asombraron,
y le preguntaron cuál era la causa de su proceder, y les respondió: «No iré;
Dios me lo prohíbe; estoy seguro de que es traición. Que algunos pasen
adelante, y me digan lo que encuentran.» Haciéndolo, descubrieron la trampa, y
volviendo a toda prisa, se lo dijeron al señor Wishart; éste dijo, entonces:
«Sé que acabaré mi vida en manos de este hombre sanguinario, pero no de esta
manera.»
Poco tiempo después salió de Montrose, y pasó a Edimburgo,
para propagar el Evangelio en aquella ciudad. Por el camino se alojó con un
fiel hermano, llamado James Watson de Inner-Goury. En medio de la noche se
levantó y salió al patio, y oyéndole dos hombres, le siguieron sigilosamente.
En el patio se puso de rodillas, y oró con el mayor fervor, después de lo que
se levantó y volvió a la cama. Sus acompañantes, aparentando no saber nada,
acudieron y le preguntaron dónde había estado, pero no quiso responderles. Al
siguiente día le importunaron para que se lo dijera, diciendo: «Sea franco con
nosotros, porque oímos sus lamentos y vimos sus gestos.»
A esto él dijo, con rostro abatido: «Ojalá que no
hubierais salido de vuestras camas.» Pero apremiándole ellos por saber algo,
les dijo: «Os lo diré; estoy seguro de que mi batalla está cerca de su fin, y
por ello oro a Dios que esté conmigo, y que yo no me acobarde cuando la batalla
ruja con mayor fuerza.»
Poco después, al enterarse el Cardenal Beaton,
arzobispo de St. Andrews, de que el señor Wishart estaba en la casa del señor
Cockbum, de Ormiston, en East Lothian, le pidió al regente que lo hiciera
prender. A esto accedió el regente, tras mucha insistencia y muy en contra de
su voluntad.
Como consecuencia de esto, el cardenal procedió de
inmediato a juzgar a Wishart, presentándose no menos de dieciocho artículos de acusación
en contra suya. El señor Wishart respondió a los respectivos artículos con tal
coherencia de mente y de una manera tan erudita y clara que sorprendió en gran
manera a los que estaban presentes.
Acabado el interrogatorio, el arzobispo intentó convencer
al señor Wishart para que se retractara; pero éste estaba demasiado firme y
arraigado en sus principios religiosos y demasiado iluminado por la verdad del
Evangelio, para que lo pudieran mover en lo más mínimo.
A la mañana de la ejecución le vinieron dos frailes
de parte del cardenal; uno de ellos le vistió de una túnica de lino negro, y el
otro traía varias bolsas de pólvora, que le ataron en diferentes partes del
cuerpo.
Tan pronto como llegaron a la pira, el verdugo le
puso una cuerda alrededor del cuello y una cadena en la cintura, con lo que él
se puso de rodillas, exclamando: «¡Oh, Salvador del mundo, ten misericordia de
mi! ¡Padre del cielo, en tus santas manos encomiendo mi espíritu! »
Después de esto oró por sus acusadores, diciendo:
«Te ruego, Padre celestial, perdona a los que, por ignorancia o por una mente
perversa, han forjado mentiras contra mí, los perdono de todo corazón. Ruego a
Cristo que perdone a todos los que ignorantemente me han condenado.»
Fue entonces encadenado a la estaca, y al
encenderse la leña, se prendió de inmediato la pólvora que tenía atada por su
cuerpo, que se encendió en una conflagración de llama y de humo.
El gobernador del castillo, que estaba tan cerca
que quedó chamuscado por la llamarada, exhortó al mártir, en pocas palabras, a
tener buen ánimo y a pedir a Dios perdón por sus culpas. A lo que él contestó:
«Esta llama hace sufrir a mi cuerpo, ciertamente, mas no ha quebrantado mi
espíritu. Pero el que ahora me mira de manera tan soberbia desde su exaltado solio
(dijo, señalando al cardenal), será, antes que transcurra mucho tiempo,
arrojado ignominiosamente, aunque ahora se huelga tan orgullosamente de su
poder.» Esta predicción fue cumplida poco después.
El verdugo, que debía atormentarlo, se puso de
rodillas, y le dijo: «Señor, os ruego que me perdonéis, porque no soy culpable
de vuestra muerte.» Y él le dijo: «Ven aquí.» Cuando se hubo acercado, le besó
en la mejilla, y le dijo: «Esto es una muestra de que te perdono. De corazón,
cumple tu oficio.» Y entonces fue puesto en el patíbulo, y colgado y reducido a
cenizas. Cuando la gente vio aquel gran suplicio, no pudieron reprimir algunas
lastimeras lamentaciones y quejas por la matanza de aquel hombre inocente.
No pasó mucho tiempo tras el martirio de este bienaventurado
hombre de Dios, el Maestro George Wishart, que fue muerto por David Beaton, el
sanguinario arzobispo y cardenal de Escocia, el uno de marzo de 1546 d.C., que
el dicho David Beaton, por justa retribución divina, fue muerto en su propio
castillo de St. Andrews a manos de un hombre llamado Leslie y otros caballeros
que, movido por Dios, se lanzó de súbito contra él y aquel mismo año, el último
ella de mayo, lo asesinó en su cama, mientras que él chillaba: «¡Ay, ay, no me
matéis'. ¡Soy un sacerdote!» Así, como carnicero vivió y como carnicero murió,
y estuvo siete meses y más insepulto, y al final fue echado como carroña en un
estercolero.
El último en sufrir martirio en Escocia por causa
de Cristo fue un hombre llamado Walter Mill, que fue quemado en Edimburgo en el
año 1558.
Este hombre había viajado por Alemania en sus años
jóvenes, y al volver fue designado sacerdote de la iglesia de Lunan en Angus,
pero, por una denuncia de herejía, en tiempos del Cardenal Beaton, se vio
obligado a abandonar su puesto y a ocultarse. Sin embargo, pronto fue
descubierto y apresado.
Interrogado por Sir Andrew Oliphant acerca de si se
iba a retractar de sus opiniones, respondió en sentido negativo, diciendo que
«antes perdería diez mil vidas que ceder una partícula de aquellos celestiales
principios que había recibido por la palabra de su bendito Redentor.»
Como consecuencia de esto, se pronunció de inmediato
su sentencia de muerte, y fue llevado a la cárcel para ser ejecutado al día
siguiente.
Este valeroso creyente en Cristo tenía ochenta y
dos años, y estaba sumamente debilitado, por lo que se suponía que apenas se le
oiría. Sin embargo, cuando fue llevado al lugar de la ejecución, expresó sus
creencias religiosas con tal valor y al mismo tiempo con tal coherencia lógica
que dejó atónitos hasta a sus enemigos.
Tan pronto como se vio atado a la estaca y la leña
fue encendida, se dirigió así a los espectadores: «La causa por la que sufro
hoy no es ningún crimen (aunque me reconozco un mísero pecador), sino sólo
sufro por la defensa de la verdad según está en Jesucristo; y alabo al Dios que
me ha llamado, por Su misericordia, a sellar la verdad con mi vida; la cual,
así como la he recibido de él, la entrego voluntaria y gozosamente para Su
gloria. Por ello, si queréis escapar a la condenación eterna, no os dejéis
seducir más por las mentiras de la sede del Anticristo: depended sólo de
Jesucristo y de Su misericordia, y podréis ser liberados de la condenación.»
Luego añadió que esperaba ser el último en sufrir la muerte en Escocia por
causas de religión.
Así entregó este piadoso cristiano animosamente su
vida en defensa de la verdad del Evangelio de Cristo, con la certeza de que
sería hecho partícipe de Su reinado celestial.