INTRODUCCIÓN
Habiéndose extendido con éxito la luz del Evangelio
por los Países Bajos, el Papa instigó al emperador a iniciar una persecución
contra los protestantes; muchos cayeron entonces mártires bajo la malicia
supersticiosa y el bárbaro fanatismo, entre los que los más notables fueron los
siguientes.
Wendelinuta, una piadosa viuda protestante, fue
prendida por causa de su religión, y varios monjes intentaron, sin éxito, que
se retractara. Como no podían prevalecer, una dama católica romana conocida
suya deseó ser admitida en la mazmorra donde ella estaba encerrada, prometiendo
esforzarse por inducir a la prisionera a abjurar de la religión reformada.
Cuando fue admitida a la mazmorra, hizo todo lo posible por llevar a cabo la tarea
que había emprendido; pero al ver inútiles sus esfuerzos, dijo: «Querida
Wendelinuta, si no abrazas nuestra fe, mantén al menos secretas las cosas que
tú profesas, y trata de alargar tu vida.» A lo que la viuda le contestó:
«Señora, usted no sabe lo que dice; porque con el corazón creemos para
justicia, pero con la boca se hace confesión para salvación.»
Como rehusó rotundamente retractarse, sus bienes
fueron confiscados, y ella fue condenada a la hoguera. En el lugar de la
ejecución, un monje le presentó una cruz, y la invitó a besarla y a adorar a
Dios. A esto ella respondió: «No adoro yo a ningún dios de madera, sino al Dios
eterno que está en el cielo.» Entonces fue ejecutada, pero por mediación de la
dama católica romana antes mencionada, le fue concedido el favor de ser
estrangulada antes de ponerse fuego a la leña.
Dos clérigos protestantes fueron quemados en Colen;
un comerciante de Amberes, llamado Nicolás, fue atado en un saco, y echado al
río y ahogado. Y Pistorius, un erudito estudiante, fue llevado al mercado de un
pueblo holandés en una camisa de fuerza, y allí lanzado a la hoguera.
Dieciséis protestantes fueron sentenciados a
decapitación y se ordenó a un ministro protestante que asistiera a la
ejecución. Este hombre llevó a cabo la función de su oficio con gran propiedad,
exhortándolos al arrepentimiento, y les dio consolación en las misericordias de
su Redentor. Tan pronto los dieciséis fueron decapitados, el magistrado le
gritó al verdugo: «Te falta aún dar un golpe, verdugo; debes decapitar al
ministro; nunca podrá morir en mejor momento que éste, con tan buenos preceptos
en su boca y unos ejemplos tan loables delante de él.» Fue entonces decapitado,
aunque hasta muchos de los mismos católicos romanos reprobaron este gesto de
crueldad pérfida e innecesaria.
Jorge Scherter, ministro de Salzburgo, fue prendido
y encerrado en prisión por instruir a su grey en el conocimiento del Evangelio.
Mientras estaba en su encierro, escribió una confesión de su fe. Poco después
de ello fue condenado, primero a ser decapitado, y luego a ser quemado. De
camino al lugar de la ejecución les dijo a los espectadores: «Para que sepáis
que muero como cristiano, os daré una señal.» Y esto se verificó de una manera
de lo más singular, porque después que le fuera cortada la cabeza, el cuerpo
yació durante un cierto tiempo con el vientre abajo, pero se giró
repentinamente sobre la espalda, con el pie derecho cruzado sobre el izquierdo,
y también el brazo derecho sobre el izquierdo; y así quedó hasta que fue lanzado
al fuego.
En Louviana, un erudito hombre llamado Percinal fue
asesinado en prisión; Justus Insparg fue decapitado por tener en su poder los
sermones de Lutero.
Giles Tilleman, un cuchillero de Bruselas, era un
hombre de gran humanidad y piedad. Fue apresado entre otras cosas por ser
protestante, y los monjes se esforzaron mucho por persuadirle a retractarse.
Tuvo una vez, accidentalmente una buena oportunidad para huir, y al
preguntársele por qué no la había aprovechado, dijo: «No quería hacerle tanto daño
a mis carceleros como les había sucedido, si hubieran tenido que responder de
mi ausencia si hubiera escapado.»
Cuando fue sentenciado a la hoguera, dio
fervientemente gracias a Dios por darle la oportunidad, por medio del martirio,
de glorificar Su nombre. Viendo en el lugar de la ejecución una gran cantidad
de leña, pidió que la mayor parte de la misma fuera dada a los pobres,
diciendo: «Para quemarme a mi será suficiente con poco.» El verdugo se ofreció
a estrangularle antes de encender el fuego, pero él no quiso consentir,
diciéndole que desafiaba a las llamas, y desde luego expiró con tal compostura
en medio de ellas que apenas si parecía sensible a sus efectos.»
En el año 1543 y 1544 la persecución se abatió por
Flandes de la manera más violenta y cruel. Algunos fueron condenados a prisión
perpetua, otros a destierro perpetuo; pero la mayoría eran muertos bien
ahorcados, o bien ahogados, emparedados, quemados, mediante el potro, o
enterrados vivos.
Juan de Boscane, un celoso protestante, fue prendido
por su fe en la ciudad de Amberes. En su juicio profesó firmemente ser de la
religión reformada, lo que llevó a su inmediata condena. Pero el magistrado
temía ejecutarlo públicamente, porque era popular debido a su gran generosidad
y casi universalmente querido por su vida pacífica y piedad ejemplar.
Decidiéndose una ejecución privada, se dio orden de ejecutarlo en la prisión.
Por ello, el verdugo lo puso en una gran bañera; pero debatiéndose Boscane, y
sacando la cabeza fuera del agua, el verdugo lo apuñaló con una daga en varios
lugares, hasta que expiro.
Juan de Buisons, otro protestante, fue prendido
secretamente, por el mismo tiempo en Amberes, y ejecutado privadamente. Siendo
grande el número de protestantes en aquella ciudad, y muy respetado el preso,
los magistrados temían una insurrección, y por esta razón ordenaron su
decapitación en la prisión.
En el año del Señor de 1568, tres personas fueron
prendidas en Amberes, llamadas Scoblant, Hues y Coomans. Durante su encierro se
comportaron con gran fortaleza y ánimo, confesando que la mano de Dios se
manifestaba en lo que les había sucedido, e inclinándose ante el trono de Su
providencia. En una epístola a algunos dignatarios protestantes, se expresaron
con las siguientes palabras: «Por cuanto es la voluntad del Omnipotente que
suframos por Su nombre y que seamos perseguidos por causa de Su Evangelio, nos
sometemos pacientemente, y estamos gozosos por esta oportunidad; aunque la
carne se rebele contra el espíritu, y oiga al consejo de la vieja serpiente,
sin embargo las verdades del Evangelio impedirán que sea aceptado su consejo, y
Cristo aplastará la cabeza de la serpiente.
No estamos sin consuelo en el encierro, porque
tenemos fe; no tememos a la aflicción, porque tenemos esperanza; y perdonamos a
nuestros enemigos, porque tenemos caridad. No tengáis temor por nosotros;
estamos felices en el encierro gracias a las promesas de Dios, nos gloriamos en
nuestras cadenas, y exultamos por ser considerados dignos de sufrir por causa
de Cristo. No deseamos ser libertados, sino bendecidos con fortaleza; no
pedimos libertad, sino el poder de la perseverancia; y no deseamos cambio
alguno en nuestra condición, sino aquel que ponga una corona de martirio sobre
nuestras cabezas.»
Scoblant fue juzgado primero. Al persistir en la
profesión de su fe, recibió la sentencia de muerte. Al volver a la cárcel, le
pidió seriamente a su carcelero que no permitiera que le visitara ningún
fraile. Dijo así: «Ningún bien me pueden hacer, sino que pueden perturbarme
mucho. Espero que mi salvación ya está sellada en el cielo, y que la sangre de
Cristo, en la que pongo mi firme confianza, me ha lavado de mis iniquidades.
Voy ahora a echar de mí este ropaje de barro para ser revestido de un ropaje de
gloria eterna, por cuyo celeste resplandor seré liberado de todos los errores.
Espero ser el último mártir de la tiranía papal, y
que la sangre ya derramada sea considerada suficiente para apagar la sed de la
crueldad papal; que la Iglesia de Cristo tenga reposo aquí, como sus siervos lo
tendrán en el más allá.» El día de su ejecución se despidió patéticamente de
sus compañeros de prisión. Atado en la estaca oró fervientemente la Oración del
Señor, y cantó el Salmo Cuarenta; luego encomendó su alma a Dios, y fue quemado
vivo.
Poco después Hues murió en prisión, y por esta
circunstancia Coomans escribió a sus amigos: «Estoy ahora privado de mis amigos
y compañeros; Scoblant ha sufrido martirio, y Hues ha muerto por la visitación
del Señor; pero no estoy solo: tengo conmigo al Dios de Abraham, de Isaac y de
Jacob; El es mi consuelo, y será mi galardón. Orad a Dios que me fortalezca
hasta el fin, por cuanto espero a cada momento ser liberado de esta tienda de
barro.»
En su juicio confesó abiertamente ser de la
religión reformada, respondió con fortaleza varonil a cada una de las
acusaciones que se le hacían, y demostró con el Evangelio lo Escriturario de
sus respuestas. El juez le dijo que las únicas alternativas eran la
retractación o la muerte, y terminó diciendo: «¿Morirás por la fe que
profesas?» A esto Coomans replicó: «No sólo estoy dispuesto a morir, sino
también a sufrir las torturas más crueles por ello; después, mi alma recibirá
su confirmación de parte del mismo Dios, en medio de la gloria eterna.»
Condenado, se dirigió lleno de ánimo al lugar de la ejecución, y murió con la
más varonil fortaleza y resignación cristiana.
Guillermo de Nassau cayó víctima de la perfidia,
asesinado a los cincuenta y un años de edad por Baltasar Gerard, natural del
Franco Condado, en la provincia de Borgoña. Este asesino, con la esperanza de
una recompensa aquí y en el más allá por matar a un enemigo del rey de España y
de la religión católica, emprendió la acción de matar al Príncipe de Orange.
Procurándose armas de fuego, lo vigiló mientras pasaba a través del gran
vestíbulo de su palacio hacia la comida, y le pidió un pasaporte. La princesa
de Orange, viendo que el asesino hablaba con una voz hueca y confusa, preguntó
quién era, diciendo que no le gustaba su cara. El príncipe respondió que se
trataba de alguien que pedía un pasaporte, que le sería dado pronto.
Nada más pasó antes de la comida, pero al volver el
príncipe y la princesa por el mismo vestíbulo, terminada la comida, el asesino,
oculto todo lo que podía tras uno de los pilares, disparó contra el príncipe,
entrando las balas por el lado izquierdo y penetrando en el derecho, hiriendo
en su trayectoria el estómago y órganos vitales. Al recibir las heridas, el
príncipe sólo dijo: «Señor, ten misericordia de mi alma, y de esta pobre
gente,» y luego expiró inmediatamente.
Las lamentaciones por la muerte del Príncipe de
Orange fueron generales por todas las Provincias Unidas, y el asesino, que fue
tomado de inmediato, recibió la sentencia de ser muerto de la manera más
ejemplar, pero tal era su entusiasmo, o necedad, que cuando le desgarraban las
carnes con tenazas al rojo vivo, decía fríamente: «Si estuviera en libertad,
volvería a hacerlo.»
El funeral del Príncipe de Orange fue el más grande
jamás visto en los Países Bajos, y quizá el dolor por su muerte el más sincero,
porque dejó tras de sí el carácter que honradamente merecía, el de padre de su
pueblo.
Para concluir, multitudes fueron asesinadas en
diferentes partes de Flandes; en la ciudad de Valence, en particular, cincuenta
y siete de los principales habitantes fueron brutalmente muertos en un mismo
día por rehusar abrazar la superstición romanista; y grandes números fueron
dejados languidecer en prisión hasta morir por lo insano de sus mazmorras.