El surgimiento, progreso, persecuciones y sufrimientos de los Cuáqueros.
Al tratar acerca de estas personas desde una
perspectiva histórica, nos vemos obligados a hablar con mucha gentileza. No se
puede negar que difieren de la generalidad de los protestantes en ciertos
puntos capitales de religión, y sin embargo, como conformistas protestantes,
quedan incluidos bajo la descripción de la ley de tolerancia. No es aquí asunto
nuestro indagar acerca de si hubo personas de creencias similares en los tiempos
de la cristiandad primitiva; quizá no, en ciertos respectos, pero debemos
escribir acerca de ellos no en cuanto a corno eran, sino en cuanto a lo que son
ahora. Cierto es que han sido tratados por varios escritores de manera muy
menospreciativa; también es cierto que no merecían este tratamiento.
El apelativo de Cuáqueros les fue dado como término
de vituperio, corno consecuencia de las evidentes convulsiones que sufrían
cuando daban sus discursos, porque se imaginaban que eran efecto de la inspiración
divina.
No nos toca a nosotros ahora indagar si las
creencias de estas gentes concuerdan con el Evangelio, pero lo que sí es cierto
que el primero de sus líderes como grupo separado fue un hombre de oscura cuna
que primero vivió en Leicestershire alrededor del 1624. Al referirnos a este
hombre expresaremos nuestros propios sentimientos de una manera histórica, y
uniendo a estos lo que ha sido dicho por los mismos Amigos, trataremos de dar
una narración completa.
George Fox descendía de padres honrados y
respetados, que lo criaron en la religión nacional; pero de niño parecía
religioso, callado, firme y manifestando, más allá de sus años, un conocimiento
no común de las cosas divinas. Fue educado para la agricultura y otras
actividades del campo, y estaba inclinado de manera particular a la ocupación
solitaria de pastor, empleo éste bien apropiado para su mente en varios
respectos, tanto por su inocencia como por su afán de soledad; y fue un justo
emblema de su ministerio y servicio posteriores.
En el año 1646 dejó totalmente la Iglesia nacional,
en cuyos principios había sido criado y hasta entonces observado; en l647 se
dirigió a Derbyshire y Nortinghamshire, sin ningún propósito determinado de
visitar ningún lugar en particular sino que anduvo solitario por varias
ciudades y pueblos, allí donde le llevara la mente. «Ayunaba mucho,» dice
SewelI, «y a menudo caminaba a lugares retirados, sin otra compañía que su
Biblia.» «Visitó a la gente más retirada y religiosa de aquellos lugares,» dice
Penn, «y algunos había, bien pocos, en esta nación, que esperaban la
consolación de Israel día y noche; como Zacarías, Ana y Simeón la esperaban en
tiempos antiguos. A estos fue enviado, y a estos buscó en los condados
colindantes, y entre ellos se quedó hasta que le fue dado un más amplio
ministerio.
En este tiempo enseñó, y fue un ejemplo de
silencio, tratando de sacarlos de una actuación artificiosa, testificándoles
acerca de la luz de Cristo dentro de ellos, y volviéndolos a ella, y
alentándolos a esperar pacientemente, y a sentir su poder agitándose en sus
corazones, para que su conocimiento y culto a Dios pudiera consistir en el
poder de una vida incorruptible que debía ser hallada en la luz, por cuanto era
obedecida en la manifestación de la misma en el hombre: Porque en el Verbo
estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.
Vida en la palabra, luz en los hombres; y vida
también en los hombres, así como la luz es obedecida; viviendo los hijos de la
luz por la vía de la Palabra, por la cual la Palabra los engendra de nuevo para
Dios, lo cual es la generación y el nuevo nacimiento, sin el que no hay entrada
en el Reino de Dios, en el cual todo el que entra es mayor que Juan, esto es,
que la dispensación de Juan, que no era la del Reino, sino que fue la
consumación de la legal, y precursor de los tiempos del Evangelio, del tiempo
del Reino. Por ello, comenzaron a hacerse vanas reuniones en aquellas partes, y
así dedicó su tiempo durante algunos años.»
En el año 1652 «tuvo una gran visitación de la gran
obra de Dios en la tierra, y de la manera en que tenía que salir, para iniciar
su ministerio público.» Emprendió rumbo al norte, «y en todos los lugares a los
que llegaba, si no antes de llegar a ellos, se le mostraba de manera particular
su ejercicio y servicio, de modo que el Señor era verdaderamente su conductor.»
Convirtió a muchos a sus opiniones, y muchos hombres piadosos y buenos se
unieron a su ministerio. Estos fueron escogidos especialmente para visitar las
asambleas públicas para reprender, reformar y exhortar a los oyentes. A veces
en mercados, ferias, por las calles y por los caminos, «llamando a los hombres
al arrepentimiento, y a volverse al Señor, con todo el corazón así como con sus
bocas; dirigiéndoles a la luz de Cristo dentro de ellos, para que vieran,
examinaran y consideraran sus caminos, y a evitar el mal y a hacer la buena y
agradable voluntad de Dios.»
No se encontraron sin oposición en la tarea a la
que se habían imaginado llamados, siendo a menudo puestos en cepos, apedreados,
apaleados, azotados y encarcelados, aunque fueran hombres honrados y de buena
reputación que habían dejado mujeres, hijos, casas y tierras para visitarlos
con un vivo llama-miento al arrepentimiento. Pero estos métodos coercitivos más
bien encendieron que disminuyeron su celo, y en aquellas zonas les ganaron
muchos prosélitos, y entre a ellos varios magistrados y otros de clases altas.
Entendieron que el Señor les había prohibido
descubrirse la cabeza ante nadie, alto o bajo, y que les demandaba que se
dirigieran a todos, sin distinción, tuteándolos. Tenlan escrúpulos acerca de
desear buenos días o buenas noches a la gente, y no podían doblarla rodilla
ante nadie, ni siquiera en la suprema autoridad. Tanto hombres como mujeres llevaban
una vestimenta sencilla, diferente de la moda de los tiempos. Ni daban ni
aceptaban títulos de respeto u honra, y a nadie en la tierra estaban dispuestos
a llamar maestro. Citaban varios textos de la Escritura para defender estas
peculiaridades, como «No juréis». «¿Cómo podéis creer, si recibís honra unos de
otros, y no buscáis la honra que sólo de Dios viene?», etc., etc. Basaban la
religión en una luz interior, y en un impulso extraordinario del Espíritu
Santo.
En 1654 celebraron su primera reunión separada en
Londres, en casa de Robert Dring, en Watling Street, porque para aquel entonces
se habían extendido por todas partes del reino, y en muchos lugares habían
establecido reuniones o asambleas, particularmente en Lancashire y regiones
adyacentes, pero seguían expuestos a grandes persecuciones y pruebas de todo
tipo. Uno de ellos, en una carta al protector, Oliverio Cromwell, le dice que
aunque no hay leyes penales que obliguen a nadie a someterse a la religión
establecida, sin embargo los Cuáqueros son denunciados por otras causas; se les
multa y encarcela por rehusar tomar juramento; por no pagar sus diezmos; por
perturbar las asambleas públicas y reunirse en las calles y lugares públicos; a
algunos de ellos los habían azotado como vagabundos, y por hablar con llaneza a
los magistrados.
Bajo el favor de la tolerancia entonces existente
abrieron sus reuniones en Bull y Mouth, en Aldersgate Street, donde las
mujeres, al igual que los hombres, eran movidas a hablar. Su celo los llevó a
algunas extravagancias, lo que los expuso más al azote de sus enemigos, que
actuaron duramente contra ellos en el siguiente reinado. M ser suprimida la
insensata insurrección de Venner, el gobierno publicó una proclamación
prohibiendo a los anabaptistas, cuáqueros y Hombres de la Quinta Monarquía que
celebraran asambleas o reuniones bajo pretexto de dar culto a Dios, excepto si
lo hacían en alguna iglesia parroquial, o en casas privadas, con el
consentimiento del dueño de la casa, declarándose ilegales y sediciosas todas
las reuniones en cualesquiera otros lugares, etc., etc. Entonces los Cuáqueros
consideraron conveniente enviar la siguiente carta al rey, con las siguientes
palabras: «¡Oh
Rey Carlos!»
Es nuestro deseo que vivas siempre en el temor de
Dios, y también tu Consejo. Te rogamos a tí y a tu Consejo que leáis las
siguientes líneas con piedad y compasión por nuestras almas, y por tu bien.
»Y considera esto, que estamos encarcelados unos
cuatrocientos en y alrededor de esta ciudad, hombres y mujeres arrebatados a
sus familias, y además alrededor de mil en las cárceles de los condados;
deseamos que nuestras reuniones puedan no ser dispersadas, sino que todo venga
a un limpio juicio, para que quede manifiesta nuestra inocencia.
LONDRES, DÍA 16, MES UNDÉCIMO, 1660.»
El veintiocho de aquel mismo mes publicaron la
declaración a que hacían referencia en su discurso, titulada: «Una declaración
de la inocente gente de Dios llamada los Cuáqueros, contra toda sedición,
maquinadores y luchadores del mundo, para eliminar las bases de celos y
sospechas, tanto de los magistrados como del pueblo en el reino, acerca de
guerras y luchas.» Fue presentada al rey el día veintiuno del mes undécimo de
1660, y les prometió, por su real palabra, que no sufrirían por sus opiniones
siempre y cuando vivieran pacíficamente; pero sus promesas fueron después bien
poco tenidas en cuenta.
En 1661 cobraron suficiente valor para pedir a la
Cámara de los lores que hubiera tolerancia para su religión, y para quedar
exentos de dar juramento, que consideraban ilegítimos no por desafección alguna
al gobierno, ni por creer que quedaran menos obligados bajo una aseveración,
sino por estar persuadidos de que todos los juramentos eran ilegítimos; y que
jurar estaba prohibido, hasta en las ocasiones más solemnes, en el Nuevo
Testamento.
Su petición fue rechazada, y en lugar de darles
tolerancia, se promulgó una ley contra ellos, cuyo preámbulo decía: «Que por
cuanto varias personas han adoptado la opinión de que un juramento es ilegítimo
y contrario a la ley de Dios, incluso cuando se hace ante un magistrado; y por
cuanto, bajo la pretensión de culto religioso, las dichas personas se reúnen en
grandes números en diversos lugares del reino, separándose del resto de los
súbditos de su majestad y de las congregaciones públicas y lugares usuales de
culto divino, se promulga por ello que si tales personas, después del cuatro de
marzo de 1661-62, rehúsan tomar juramento cuando sea administrado legalmente, o
persuaden a otros a rehusarlo, o mantienen por escrito o de cualquier otra
forma la ilegitimidad de tomar un juramento; o si se reúnen para el culto
religioso en número de cinco de una edad de quince años para arriba, pagarán
por la primera ofensa cinco libras; por la segunda, diez libras; por la tercera
serán desterrados del reino, o transportados a las plantaciones; los jueces de
paz podrán oír y decidir las causas.»
Esta ley tuvo el más terrible efecto sobre estos
Cuáqueros, aunque bien se sabía que estas personas de buena conciencia estaban
lejos de cualquier sedición o rebelión contra el gobierno. George Fox, en sus
palabras al rey, le comunica que tres mil sesenta y ocho de sus amigos habían
sido encarcelados desde la restauración de su majestad; que sus reuniones eran
diariamente dispersadas por hombres con mazas y armas, y que sus amigos eran
arrojados al agua y pisoteados hasta que manaba la sangre, lo que hacía que se
reunieran en las calles. Se imprimió un documento, firmado por doce testigos,
en el que se comunica que había más de cuatro mil doscientos cuáqueros
encarcelados; de ellos quinientos por Londres y sus suburbios, y varios de
ellos habían muerto en las cárceles.
Sin embargo, se gloriaban en sus padecimientos, que
aumentaban cada día, de manera que en 1665 y en los años de interinidad fueron
hostigados de manera inaudita. Como persistían resueltamente en reunirse
abiertamente en Bull y Mouth, lugar ya mencionado, los soldados y otros
oficiales los llevaron de allí a prisión, hasta que Newgate quedó llena de
ellos, y multitudes murieron por el estrecho encierro, en aquella y otras
cárceles.
Seiscientos de ellos, dice un relato publicado en
aquel tiempo, estaban encarcelados, simplemente por causa de su religión, de
los que varios fueron llevados a las plantaciones. En resumen, los cuáqueros
dieron tanto trabajo a los informadores, que estos tuvieron menos tiempo para
asistir a las reuniones de otros inconformistas.
Sin embargo, bajo todas estas calamidades se
comportaban pacientemente y con gentileza ante el gobierno, y cuando tuvo lugar
el complot de Ryehouse en 1682 consideraron conveniente proclamar su inocencia
acerca de aquel falso complot, en un documento enviado al rey, en el que,
«apelando al Escudriñador de todos los corazones,» dicen que «sus principios no
les permiten tomar armas en defensa propia, y mucho menos vengarse por los
daños recibidos de otros; que continuamente oran por la seguridad y
preservación del rey; y que por ello aprovechan esta oportunidad para rogar
humildemente a su majestad que tenga compasión de sus sufrientes amigos, que
llenan tanto sus cárceles que tienen carencia de aire, con evidente peligro
para sus vidas y para peligro de infección en diversos lugares.
Además, muchas casas, talleres, graneros y campos
son saqueados, y sus bienes, trigo y guiados ganados arrebatados, con lo que se
desalienta el trabajo y la agricultura, empobreciéndose a mucha cantidad de
gente pacífica y trabajadora; y esto por ningún otro motivo que por el
ejercicio de una conciencia sensible en el culto al Dios Todopoderoso, que es
soberano Señor y Rey de las conciencias de los hombres.
Al acceder Jacobo al trono, se dirigieron a aquel
monarca de manera honrada y llana, diciéndole: «Hemos venido para testimoniar
nuestro dolor por la muerte de nuestro buen amigo Carlos, y nuestro gozo porque
hayas sido hecho nuestro gobernante. Se nos dice que no perteneces a la
persuasión de la Iglesia de Inglaterra, como tampoco nosotros lo somos; por
ello, esperamos que nos concedas la misma libertad que tú te permites, haciendo
lo cual que deseamos todo tipo de dichas.»
Cuando Jacobo, con el poder del que estaba
investido, concedió libertad a los no conformistas, comenzaron ellos a gozar de
algún descanso de sus angustias; y ciertamente ya era el momento para ello,
porque habían crecido en gran número. El año anterior a éste, que para ellos
fue de feliz liberación, expusieron, en una petición a Jacobo para que se
pusiera fin a sus sufrimientos, establecieron «que en los últimos tiempos mil
quinientos de sus amigos, tanto hombres como mujeres, de los que ahora quedan
mil trescientos ochenta y tres; de los que doscientos son mujeres, muchas bajo
sentencia de desacato a la autoridad regia; y más de cien cerca de ella, por
rehusar el juramento de lealtad, porque no pueden jurar.
Trescientos cincuenta han muerto en prisión desde
el año 1680; en Londres, la cárcel de Newgate ha quedado llena a rebosar,
habiendo durante estos dos últimos años casi veinte personas por celda, por lo
que varias personas han muerto asfixiadas, y otros, que han salido enfermos,
han muerto de fiebres malignas al cabo de pocos días. Grandes violencias,
destrozos enormes terribles y perturbaciones y saqueos tremendos han sido
aplicados a los bienes y posesiones de la gente, por un grupo de informadores
ociosos, insólitos e implacables, por persecuciones basadas en la ley de
conventículos, y otras, también en escritos qui tam, y en otros procesos, por
veinte libras al mes, y dos tercios de sus posesiones confiscadas para el rey.
Algunos no tenían una cama en la que yacer, otros
no tenían ganado para labrar el suelo, ni trigo para alimento o pan, ni
herramientas de trabajo; los dichos informadores, y alguaciles penetraban
violentamente en casas en algunos lugares, con el pretexto de servir al rey y a
la Iglesia. Nuestras asambleas religiosas han sido acusadas ante la ley común
de ser sediciosas y perturbadoras de la paz pública, por lo que grandes números
han sido encerrados en prisión son consideración alguna a la edad, y muchos
echados en agujeros y mazmorras. Los apresamientos por 20 libras mensuales ha
llevado a miles de personas encarceladas, y varios que habían empleado a
personas pobres en manufacturas no pueden y a hacerlo más, por su prolongado
encarcelamiento.
No perdonan ni a viudas ni a huérfanos, y tampoco
tienen ni una cama donde dormir. Los informadores son a la vez testigos y
fiscales, para ruina de gran número de familias frugales; y se ha amenazado a
jueces de paz con multas de cien libras si no emiten órdenes de prisión en base
de sus denuncias.» Con esta petición presentaron una lista de sus amigos
encarcelados, en los varios condados, que ascendía a cuatrocientos sesenta.
Durante el reinado del Rey Jacobo II, esta gente
fue, por la intercesión de su amigo señor Penn, tratada con mayor tolerancia
que jamás lo había sido. Se habían hecho muy numerosos ahora en muchos lugares
del país, y al tener lugar poco después el establecimiento de Pennsylvania,
muchos se fueron a América. Allí gozaron de las bendiciones de un gobierno
pacífico, y cultivaron las artes del trabajo honrado.
Como toda la colonia era propiedad del señor Penn,
invitó a gentes de todas denominaciones a ir y asentarse con él allí. Tuvo
lugar una libertad de conciencia universal; y en esta nueva colonia se
establecieron por vez primera los derechos naturales de la humanidad.
Estos Amigos son, en el tiempo presente, un grupo
bien inocente e inofensivo; pero ya hablaremos más de esto en una sección
posterior. Por sus sabias leyes, no sólo se honran a sí mismos, sino que son de
gran servicio a la comunidad.
Puede ser necesario observar aquí que por cuanto
los Amigos, comúnmente llamados Cuáqueros, no toman juramento en un tribunal,
se permite su afirmación en todas las cuestiones civiles; pero no pueden
perseguir a un criminal, porque en los tribunales ingleses toda evidencia debe
ser sobre juramento.
Relato de las persecuciones de los Amigos,
comúnmente llamados Cuáqueros, en los Estados Unidos.
Alrededor de mediados del siglo diecisiete se
infligió mucha persecución y sufrimiento a una secta de inconformistas
protestantes, comúnmente llamados Cuáqueros; gente que surgió en aquel tiempo
en Inglaterra, y algunos de los cuales sellaron su testimonio con su sangre.
Para una historia de estas gentes, véase la
historia de Sewell, o la de Gough, acerca de ellos.
Los principales motivos por los que su
inconformismo de conciencia los hizo susceptibles a las penas de la ley fueron:
1.
Su resolución cristiana de reunirse públicamente para el culto a Dios de la
forma más conforme a su conciencia.
2.
Su rechazo a pagar diezmos, que consideraban una ceremonia judía, abrogada por
la venida de Cristo.
3.
Su testimonio en contra de las guerras y de las luchas, cuya práctica
consideraban inconsecuente con el mandamiento de Cristo: «Amad a vuestros
enemigos,» Mt 5:44.
4.
Su constante obediencia al mandamiento de Cristo: «No juréis de ninguna
manera,» Mt 5:34.
5.
Su rechazo a pagar tasas o valoraciones para edificar y reparar casas de culto
con las que ellos no estuvieran de acuerdo.
6.
Su uso del lenguaje apropiado y escriturario, «tú» y «ti», para una persona
individual; y su dejación de la costumbre de descubrirse la cabeza como
homenaje a un hombre.
7.
La necesidad en que se encontraron muchos de publicar lo que creían ser la
doctrina de la verdad; y ello a veces en los lugares designados para el culto
nacional público.
Su consciente inconformidad en los anteriores
puntos los expuso a mucha persecución y sufrimiento, consistiendo en
procedimientos judiciales, multas, crueles apaleamientos, azotes y otros
castigos corporales; encarcelamientos, destierros e incluso la muerte.
Dar un relato detallado de sus persecuciones y
sufrimientos iría más allá de los límites de esta obra; por ello remitimos,
para esta información, a las historias ya citadas, y más en particular a la
Colección de Besse acerca de sus sufrimientos; y limitaremos nuestro relato
aquí mayormente a los que sacrificaron sus vidas, y que evidenciaron, por su
disposición de mente, constancia, paciencia y fiel perseverancia, que estaban
influenciados por un sentimiento de deber religioso.
Numerosas y repetidas fueron las persecuciones
contra ellos; y a veces por transgresiones u ofensas que la ley ni contemplaba
ni abarcaba.
Muchas de las multas y penas que se les impusieron
no eran sólo irrazonables y exorbitantes, de manera que no podían pagarlas y se
veían aumentadas a varias veces el valor de la demanda; por ello muchas
familias pobres quedaban enormemente angustiadas, y se veían obligadas a
depender de la ayuda de sus amigos.
No sólo grandes números fueron cruelmente azotados
a latigazos en público, como criminales, sino que algunos fueron marcados con
hierros al rojo vivo, y a otros les cortaron las orejas.
Muchísimos fueron encerrados largo tiempo en
inmundas mazmorras, en las que algunos terminaron sus vidas, como consecuencia
del encierro.
Muchos fueron sentenciados a destierro, y muchos
fueron deportados. Algunos fueron desterrados bajo pena de muerte, y cuatro
fueron finalmente ejecutados por el verdugo, como veremos más adelante, tras
insertar copias de algunas de las leyes del país donde sufrieron.
EN UNA CORTE GENERAL CELEBRADO EN BOSTON, EL CATORCE DE OCTUBRE DE 1656.
«Por cuanto hay una maldita secta de herejes que ha
surgido últimamente en el mundo, llamados comúnmente Cuáqueros, que asumen ser
enviados directamente de parte de Dios y ser asistidos de manera infalible por
el Espíritu, hablando y escribiendo opiniones blasfemas, menospreciando el
gobierno y el orden de Dios, en la Iglesia y en la comunidad, hablando mal de
las dignidades, vituperando e injuriando a magistrados y ministros, tratando de
apartar al pueblo de la fe, y conseguir prosélitos para sus perniciosos
caminos: este tribunal, tomando en consideración las premisas, y para impedir
males semejantes como los que por causa de ellos tienen lugar en nuestra
tierra, ordenamos por tanto que, por la autoridad de este tribunal, que sea
ordenado y cumplido, que cualquier patrón o comandante de cualquier nave,
barca, chalupa o bote que traiga a cualquier puerto, arroyo o ensenada, dentro
de esta jurisdicción, a cualquier cuáquero o cuáqueros, o cualesquiera otros
herejes blasfemos, pagará, o hará pagar la multa de cien libras al tesorero del
país, excepto si carecía de verdadero conocimiento o información de que lo
fueran; en tal caso, tiene libertad de demostrar su inocencia declarando bajo
juramento cuando no haya suficiente prueba de lo contrario; y en caso de impago
o de falta de aval, será encarcelado, y continuará en esta condición hasta que
quede satisfecha la suma al tesorero, como se ha indicado más arriba.
Y el comandante de cualquier barca, barco o nave
que quede legalmente convicto, dará suficiente seguridad al gobernador, o a
cualquiera o más de los magistrados, que tengan poder para determinar la misma,
para llevarlos otra vez al lugar del que salieron; y en caso de que rehúse
hacerlo, el gobernador, o uno o más de los magistrados, recibe por este instrumento
poderes para emitir su o sus órdenes para entregar al dicho patrón o comandante
a prisión, para que quede en ella hasta que dé suficiente seguridad del
contenido al gobernador, o a cualquiera de los magistrados, como ya se ha
dicho.
»Y se ordena y establece además que cualquier
Cuáquero que llegue a este país desde el extranjero, o que llegue a esta
jurisdicción desde cualesquiera zonas vecinas, será inmediatamente llevado a la
Casa de Corrección; al entrar en ella, será severamente azotado, y será mantenido
constantemente ocupado en trabajos por el director, y no se permitirá que nadie
converse ni hable con ellos durante el tiempo de su encarcelamiento, que no se
prolongará más allá de lo que sea necesario.
»Y se ordena que si cualquier persona introduce a
sabiendas en cualquier puerto de esta jurisdicción cualesquiera libros o
escritos cuáqueros, acerca de sus diabólicas opiniones, pagará por tal libro o
escrito que le sea legalmente demostrado contra él o ellos la suma de cinco
libras; y todo el que disperse u oculte tal libro o escrito y le sea hallado
encima, o en su casa, y no lo entregue de inmediato al magistrado, pagará una
multa de cinco libras por dispersar o esconder tal libro o escrito.
»Y también se ordena, además, que si cualesquiera personas
de dentro de esta colonia asumen la defensa de las opiniones heréticas de los
Cuáqueros, o de ningunos de sus libros o artículos, serán multados por la
primera vez con cuarenta chelines; si persisten en lo mismo, y las defienden
por segunda vez, cuatro libras; si a pesar de ello vuelven a defender y a
mantener las dichas opiniones heréticas de los Cuáqueros, serán llevados a la
Casa de Corrección hasta que haya un pasaje conveniente para sacarlos de la
tierra, sentenciados a destierro por el Tribunal.
»Finalmente, se ordena que toda persona o personas
que injurie a las personas de los magistrados o de los ministros, como es usual
con los Cuáqueros, tales personas serán severamente azotadas, o pagarán la
multa de cinco libras.
»Esta es una copia fiel de la orden del tribunal,
como testifica
EDWARD RAWSON, SEC.»
En una corte general celebrado en Boston el catorce
de octubre de 1657 «En
adición a la anterior orden, con referencia a la llegada o transporte de
cualquiera de la maldita secta de los Cuáqueros a esta jurisdicción, se ordena
que cualquiera que desde ahora traiga o haga traer, directa o indirectamente, a
cualquier Cuáquero o Cuáqueros conocidos, u otros herejes blasfemos, a
sabiendas, cada una de estas personas será multada con cuarenta chelines por
cada hora de hospitalidad y ocultación de cualquier Cuáquero o Cuáqueros como
se ha mencionado, y será encarcelada como se ha dicho antes, hasta que la multa
sea satisfecha íntegramente.
Y se ordena además que si cualquier Cuáquero o
Cuáqueros tienen la presunción, después que hayan sufrido lo que la ley
demanda, de volver a entrar en esta jurisdicción, será arrestada, sin necesidad
de orden judicial cuando no haya magistrado disponible, por cualquier policía,
comisario o alguacil, y llevados de policía a policía hasta el magistrado más
cercano, que encarcelará a la dicha persona en prisión estricta, para quedarse
allí (sin fianza) hasta la siguiente reunión del tribunal, donde será juzgado
legalmente.
»Después de quedar convicto de pertenecer a la
secta de los Cuáqueros, será sentenciado a destierro, bajo pena de muerte. Y
todos aquellos habitantes de esta jurisdicción que sean convictos de pertenecer
a la dicha secta, bien por asumir, publicar o defender las horrendas opiniones
de los Cuáqueros, o agitando motines, sedición o rebelión contra el gobierno, o
asumiendo sus insultantes y subversivas prácticas, como la de negar respeto
cortés a sus iguales y superiores, y apartándose de las asambleas de la
iglesia; y en lugar de ello frecuente reuniones propias, en oposición a nuestro
orden eclesial; adhiriéndose o aprobando a cualquier Cuáquero conocido y los
principios y las prácticas de los Cuáqueros que sean opuestas a las ortodoxas
opiniones recibidas de los piadosos, y que trate llevar a otros a ser
desafectos frente al gobierno civil y el orden de la Iglesia, o que condene la
práctica y los procedimientos de este tribunal contra los Cuáqueros,
manifestando por ello que está de acuerdo con ellos, cuyo designio es la
subversión del orden establecido en la Iglesia y el estado; toda persona así,
bajo convicción ante el dicho Tribunal, de la manera mencionada, será encerrada
en prisión estricta durante un mes, y luego, a no ser que escoja
voluntariamente irse de esta jurisdicción, si da fianza por su buena conducta,
y comparece ante el tribunal en su siguiente convocatoria, persistiendo en su
obstinación, rehusando retractarse y reformarse de las dichas opiniones, será
sentenciada a destierro bajo pena de muerte. Y cualquier magistrado que al recibir
denuncia de toda persona así, la hará prender y encerrar en prisión, a su
discreción, hasta que comparezca a juicio como se ha especificado
anteriormente.»
Parece que también se promulgaron leyes en las
entonces colonias de New Plymouth y New Haven, y en el establecimiento holandés
de New Amsterdam, ahora New York, prohibiendo a la gente llamada Cuáqueros que
entraran en estos lugares, bajo severas penas; como consecuencia de ello,
algunos sufrieron considerablemente.
Los dos primeros en ser ejecutados fueron William
Robinson, mercader, de Londres, y Marmaduke Stevenson, campesino, de Yorkshire.
Llegados a Boston, a comienzos de septiembre, fueron hechos comparecer ante el
Tribunal, y allí sentenciados a destierro, bajo pena de muerte. Esta sentencia
fue también pronunciada contra Mary Dyar, mencionada más adelante, y Nicholas
Davis, que se encontraban en Boston. Pero William Robinson, considerado como
maestro, fue también condenado a ser duramente azotado, y se ordenó al jefe de
policía que consiguiera a un hombre fuerte para ello. Entonces Robinson fue
llevado a la calle, y desnudado; poniéndose sus manos a través de los orificios
del carruaje de un gran cañón, donde lo mantuvo el carcelero, el verdugo le
aplicó veinte azotes con un látigo de tres cabos. Después él y los otros presos
fueron liberados y desterrados, como se desprende de la siguiente orden:
«Se ordena por ésta que se ponga ahora en libertad
a William Robinson, Marmaduke Stevenson, Mary Dyar y Nicholas Davis, que, por
orden del tribunal y del consejo, habían sido encarcelados, porque se
desprendió por propia confesión de ellos, sus palabras y acciones, que son
Cuáqueros; por ello se pronunció sentencia contra ellos para que se fueran de
esta jurisdicción, bajo pena de muerte; y que será a su propio riesgo si
cualquiera de ellos es hallado dentro de esta jurisdicción o en cualquier parte
de la misma después del catorce de este presente mes de septiembre.
EDWARD RAWSON. BOSTON, 12
DE SEPTIEMBRE, 1659
Aunque Mary Dyar y Nicholas Davis dejó esta
jurisdicción en aquel entonces, Robinson y Stevenson, sin embargo, aunque se
fueron de la ciudad de Boston, no pudieron decidirse (no estando libres en su
conciencia) a irse de aquella jurisdicción, aunque se jugaban la vida. Se
dirigieron entonces a Salem, y a algunos lugares alrededor, para visitar y
edificar a sus amigos en la fe. Pero no pasó mucho tiempo antes de volver a ser
encarcelados en Boston, y encadenados en las piernas. Al mes siguiente también
volvió Mary Dyar. Y mientras estaba frente a la cárcel, hablando con un tal
christopher Holden, que había llegado allí con el propósito de indagar acerca
de algún barco que se dirigiera a Inglaterra, a donde quería ir, fue también
arrestada.
Así, ahora tenían a tres personas que, según la ley
de ellos, habían perdido el derecho a la vida. El veinte de octubre estos tres
fueron hechos comparecer ante el tribunal, donde estaban John Endicot y otros
reunidos. Llamados al tribunal, Endicot ordenó al guarda que les quitara los
sombreros; luego les dijo que ellos habían promulgado varias leyes para
mantener a los Cuáqueros fuera de su compañía, y que ni los latigazos ni la
cárcel, ni el corte de las orejas ni el destierro bajo pena de muerte los podía
mantener alejados. Dijo además que ni él ni los demás deseaban la muerte de
ninguno de ellos. Sin embargo, sin más preámbulo, éstas fueron sus siguientes
palabras: «Oíd y escuchad vuestra sentencia de muerte.» También se pronunció
sentencia de muerte contra Marmaduke Stevenson, Mary Dyar y William Edrid.
Varios otros fueron encarcelados, azotados y multados.
No tenemos deseo alguno de justificar a los
Peregrinos por estos procedimientos, pero creemos que su conducta admite
atenuación, considerando las circunstancias de la edad en que vivían.
Los padres de Nueva Inglaterra sufrieron increíbles
dificultades para proveerse de un hogar en el desierto; y para protegerse en el
goce imperturbado de unos derechos que habían adquirido a tan gran precio
adoptaron a veces medidas que, si se juzgan por las perspectivas más ilustradas
y liberales de nuestro tiempo presente, deben ser pronunciadas como totalmente
injustificables. ¿Pero han de ser condenados sin misericordia por no haber
actuado en base de unos principios que eran entonces no reconocidos y
desconocidos en toda la Cristiandad? ¿Se les tendrá a ellos únicamente como
responsables de unas opiniones y una conducta que se había consagrado desde la
antigüedad y que era común a los cristianos de todas las otras denominaciones?
Cada gobierno que existía entonces se arrogaba el derecho de legislar acerca de
cuestiones de religión; y de reprimir la herejía mediante estatutos penales.
Este derecho era reclamado por los gobernantes,
admitido por los súbditos, y está sancionado por los nombres de Lord Bacon y de
Montesquieu, y por muchos otros igualmente afamados por sus talentos y
erudición. Así, es injusto «apremiar sobre una pobre secta perseguida los
pecados de toda la Cristiandad.» La falta de estos padres fue la falta de su
tiempo; y aunque no puede ser justificada, desde luego es un atenuante de su
conducta. Igualmente podrían ser condenados por no comprender y actuar en base
de los principios de la tolerancia religiosa. Al mismo tiempo es justo decir
que por imperfectas que fueran sus perspectivas en cuanto a los derechos de la
conciencia, estaban sin embargo muy por delante de la edad a la que
pertenecían; y que es más con ellos que con ninguna clase de hombres sobre la tierra
que está el mundo en deuda por las perspectivas más racionales que prevalecen
hoy día acerca de la cuestión de la libertad civil y religiosa.