INTRODUCCIÓN
Las tinieblas del papado habían entenebrecido
Irlanda desde su primer establecimiento hasta el reinado de Enrique VIII,
cuando los rayos de luz del Evangelio comenzaron a disipar las tinieblas y a
proveer aquella luz que hasta entonces había sido desconocida en la isla. La
abyecta ignorancia en la que se mantenía al pueblo, con los absurdos y
supersticiosos conceptos que sustentaban, eran cosa bien evidente para muchos;
y los artificios de sus sacerdotes eran tan patentes, que varias personas
distinguidas, que habían sido hasta entonces fervorosos papistas, se hubieran
sacudido el yugo de buena gana y abrazado la religión protestante; pero la
ferocidad natural de aquella gente, y su intensa adhesión a las ridículas
doctrinas que les habían sido ensenadas, hacia peligroso este intento. Sin
embargo, se emprendió esto más adelante, lo que fue acompañado de las
consecuencias más horribles y desastrosas.
La introducción de la religión protestante en
Irlanda se puede atribuir principalmente a George Browne, un inglés, que fue
consagrado arzobispo de Dublín el diecinueve de marzo de 1535. Había sido con
anterioridad fraile agustino, y fue elevado a la mitra por sus méritos.
Después de haber estado en esta dignidad durante
cinco años, en la época en que Enrique VIII estaba suprimiendo las casas
religiosas en Inglaterra, hizo que se quitaran todas las reliquias e imágenes
de las dos catedrales en Dublín, y de las otras iglesias en su diócesis; en
lugar de ellas hizo poner la Oración del Señor, el Credo, y los Diez
Mandamientos.
Poco tiempo después recibió una carta de Thomas
Cromwell, Lord del Sello Privado, informándole de que habiendo Enrique VIII
anulado la supremacía papal en Inglaterra, estaba decidido a hacer lo mismo en
Irlanda, y que por ello lo había designado a él (al Arzobispo Browne) como uno
de los comisionados para poner esta orden en práctica. El arzobispo respondió
que había hecho todo lo que estaba en su mando arriesgando su vida para hacer
que la nobleza la nobleza y los caballeros Irlandeses reconocieran la
supremacía de Enrique, tanto en cuestiones espirituales como temporales; pero
se había encontrado con la más violenta oposición, especialmente de parte de
George, arzobispo de Armagh; que este prelado, en un discurso al clero había
lanzado una maldición sobre todos los que reconocieran la supremacía de su
majestad, añadiendo además que su isla, llamada en las Crónicas Ínsula Sacra o
la Isla Santa, no pertenecía a nadie más que al obispo de Roma, y que los
progenitores del rey la habían recibido del Papa.
Observó asimismo que el arzobispo y el clero de
Armagh habían mandado respectivos correos a Roma, y que sería necesario
convocar un parlamento en Irlanda, para aprobar la ley de la supremacía, siendo
que el pueblo no aceptaría la comisión del rey sin la sanción de la asamblea
legislativa. Concluyó diciendo que los Papas habían mantenido al pueblo sumido
en la más profunda ignorancia; que el clero era mayormente analfabeto; que el
común de la gente eran más celosos en su ceguera que lo habían sido los santos
y mártires en la defensa de la verdad al comienzo del Evangelio; y que debía
temerse que Shan O’Neal, un caudillo muy poderoso en la zona norte de la isla,
estaba decidido oponerse a la comisión regia.
Siguiendo este consejo, al año siguiente se convocó
un parlamento que debía reunirse en Dublín por orden de Leonard Grey, que en
aquellos tiempos era Lord lugarteniente. En esta asamblea, el Arzobispo Browne
pronunció un discurso en el que estableció que los obispos de Roma solían,
antiguamente, reconocer a emperadores, reyes y príncipes como supremos en sus
propios dominios; y que por ello él reconocería al Rey Enrique VIII como
supremo en todos los asuntos, tanto eclesiásticos como temporales. Concluyó
diciendo que todo el que rehusara asentir a esta ley no era un leal Súbdito del
rey. Este discurso sobresaltó grandemente a los otros obispos y señores, pero
al final se accedió, tras violentos debates, a la supremacía del rey.
Dos años después, el arzobispo escribió una segunda
carta a Lord Cromwell, quejándose del clero, y dando indicaciones de las
maquinaciones que el Papa estaba tramando contra los defensores del Evangelio.
Esta carta está fechada en Dublín en abril de 1538; y el arzobispo dice, entre
otros asuntos: «A un pájaro se le puede enseñar a hablar con tanto sentido como
lo hacen muchos del clero en este país. Estos, aunque no son eruditos, son sin
embargo astutos para engañar a la gente sencilla disuadiéndoles de obedecer las
órdenes de Su Majestad. Los campesinos de aquí odian mucho vuestra autoridad, y
os llaman insultantemente en su lengua irlandesa, el Hijo del Herrero. Como
amigo, deseo que vuestra señoría tenga cuidado de su noble persona. Roma tiene
en gran favor al duque de Norfolk, y grandes favores para esta nación, con el
propósito de oponerse a Su Majestad.»
Poco tiempo después, el Papa envió a Irlanda
(dirigida al arzobispo de Armagh y su clero) una bula de excomunión contra
todos los que hubieran reconocido o llegaran a reconocer la supremacía del rey
dentro de la nación Irlandesa; denunciando una maldición sobre ellos y los
suyos que en el plazo de cuarenta días no reconocieran a sus confesores que
habían hecho mal al aceptarla.
El Arzobispo Browne dio conocimiento de esto en una
carta fechada en Dublín en mayo de 1538. Parte del formulario de confesión, o
voto, enviado a estos papistas irlandeses, decía así: «Declaro además maldito a
aquel o aquella, padre o madre, hermano o hermana, hijo o hija, marido o mujer,
tío o tía, sobrino o sobrina, pariente o parienta, patrón o patrona, y a todos
los demás, las relaciones más cercanas o queridas, amigos o conocidos que sean,
que mantengan o lleguen a mantener, en el tiempo venidero, que cualquier poder
eclesiástico o civil esté por encima de la autoridad de la Madre Iglesia, o que
obedezca o llegue a dar obediencia, en el tiempo venidero, a ninguno de los
enemigos o contrarios de la Madre Iglesia, de lo que aquí doy juramento: Así me
ayuden Dios, la Bendita Virgen, San Pedro, San Pablo y los Santos
Evangelistas,» etc.
Este formulario se corresponde de manera precisa
con las doctrinas promulgadas por los Concilios Late rano y de Constanza, que
declaran de manera expresa que no se debe mostrar favor alguno a los herejes,
ni se les debe guardar la palabra dada; que deben ser excomulgados y
condenados, y que sus posesiones deben ser confiscadas, y que los príncipes
quedan obligados, bajo solemne juramento, a desarraigarlos de sus respectivos
dominios.
¡Qué abominable ha de ser una iglesia que osa
pisotear de esta manera toda autoridad! ¡Qué engañada la gente que acepta las
instrucciones de tal iglesia!
En la carta acabada de mencionar del arzobispo
fechada en mayo de 1538, dice él: «Su alteza el virrey de esta nación tiene
poco o ningún poder sobre los antiguos nativos. Ahora tanto los ingleses como
los irlandeses comienzan a oponerse a las órdenes de su señoría, y a poner a un
lado sus pendencias nacionales, lo que me temo que hará (si algo puede llevar a
ello) que un extranjero invada esta nación.»
No mucho después de esto, el Arzobispo Browne
arrestó a un tal Thady O' Brian, un fraile franciscano, que tenía en su poder
un documento enviado desde Roma, con fecha de mayo de 1538, y dirigido a
O'Neal. En esta carta había las siguientes palabras: «Su Santidad, Pablo, ahora
Papa, y el concilio de los padres, han descubierto recientemente, en Roma, una
profecía de un San Laceriano, obispo irlandés de Cashel, en la que decía que la
Madre Iglesia de Roma cae cuando sea vencida la fe católica en Irlanda. Por
ello, por la gloria de la Madre Iglesia, por la honra de San Pedro, y por tu
propia seguridad, suprime la herejía y a los enemigos de Su Santidad.»
Este Thady O'Brian, después de unos interrogatorios
y registros adicionales, fue puesto en el cepo, y mantenido bajo estricta
vigilancia hasta que llegan órdenes del rey acerca de qué suerte debía correr.
Pero al llegar la orden de Inglaterra de que fuera colgado, se suicidó en el
castillo de Dublín. Su cuerpo fue después llevado a Gallows-green, donde, tras
ser colgado durante un tiempo, fue enterrado.
Después de la accesión de Eduardo VI al trono de
Inglaterra, fue enviada una orden a Sir Anthony Leger, Lord Representante de
Irlanda, mandando que se estableciera en Irlanda la liturgia en inglés, para
que fuera observada dentro de los varios obispados, catedrales e iglesias
parroquiales; y se leyó por vez primera en Christ Church, en Dublín, el día de
Pascua de 1551, delante del mencionado Sir Anthony, del Arzobispo Browne y de
otros. Parte de la orden real para este propósito era como sigue: «Por cuanto
su Graciosa Majestad nuestro padre, el Rey Enrique VIII, tomando en
consideración la esclavitud y el pesado yugo que sus leales y fieles súbditos
soportaban bajo la jurisdicción del obispo de Roma; cómo diversas historias
imaginarias y prodigios mentirosos desviaban a nuestros súbditos, quitando los
pecados de nuestras naciones con sus indulgencias y perdones por dinero;
proponiéndose abrigar todos los malvados vicios, como robos, rebeliones,
hurtos, fornicaciones, blasfemia, idolatría, etc., su Graciosa Majestad nuestro
padre disolvió por ello todas las prioritarias, todos los monasterios, abadías
y otras pretendidas casas de religión, siendo como eran criaderos de vicios o
lujos más que de sagrada erudición,» etc.
El día después que se empleó por primera vez la
Oración Común en Christ Church, los papistas tramaron la siguiente perversa
confabulación:
En la iglesia había quedado una imagen de mármol de
Cristo, sosteniendo una caña en la mano, y con una corona de espinas en la
cabeza. Mientras se estaba leyendo el servicio inglés (la Oración Común)
delante del Lugarteniente, del arzobispo de Dublín, del consejo privado, del
alcalde mayor y de una gran congregación, se vio cómo salía sangre de las
grietas de la corona de espinas, y bajaba por la cabeza de la imagen. A esto,
uno de los inventores de la impostura gritó en voz alta: «¡Ved como suda sangre
la imagen de nuestro Salvador! Pero tiene que hacerlo, por cuanto ha entrado
herejía en la iglesia!» De inmediato muchos de las clases más bajas del pueblo,
ciertamente el vulgo de todas clases, se sintió aterrorizado ante un
espectáculo tan milagroso e innegable de la evidencia del desagrado divino; se
precipitaron fuera de la iglesia, convencidos de que las doctrinas del
protestantismo emanaban de una fuente infernal, y de que la salvación sólo
podía ser hallada en el seno de su propia infalible Iglesia.
Este incidente, por ridículo que parezca para el
lector ilustrado, tuvo una gran influencia sobre las mentes de los irlandeses
ignorantes, y sirvió a los fines de los desvergonzados impostores que lo
inventaron, en cuanto a poder refrenar de manera muy tangible el progreso de la
religión reformada en Irlanda; muchas personas no podían resistirse a la
convicción de que había muchos errores y corrupciones en la Iglesia de Roma,
pero se vieron acallados por medio por esta pretendida manifestación de la ira
divina, que fue exagerada más allá de toda medida por los fanáticos e
interesados sacerdotes.
Tenemos muy pocos detalles acerca del estado de la
religión en Irlanda durante el resto del reinado de Eduardo VI y de la mayor
parte del de María. Hacia el final del tiempo de dominio de aquella implacable
fanática, intentó ella extender sus persecuciones a la isla; pero sus
diabólicas intenciones fueron felizmente frustradas de la siguiente manera
providencial, y los detalles de esto los narran historiadores de genuina
autoridad.
María había designado al doctor Pole (un agente del
sanguinario Bonner) como uno de los comisionados para llevar a cabo sus
bárbaras intenciones. Llegado a Chester con su comisión, el alcalde de aquella
ciudad, un papista, acudió a asistirle; entonces el doctor se sacó del bolsillo
de su manto una cartera de piel, diciéndole: «Aquí tengo la comisión que
barrerá Irlanda de herejes.» La mayordoma de la casa era protestante, y
teniendo un hermano en Dublín, se quedó muy angustiada ante lo que había oído.
Pero esperando su oportunidad, mientras el alcalde se despedía, y el doctor lo
acompañaba cortésmente escaleras abajo, ella abrió la cartera, sacó la
comisión, y en su lugar puso una hoja de papel, con una baraja de naipes, con
la sota de bastos encima. El doctor, sin sospechar lo sucedido, se reembolsillo
la cartera, y llegó con ella a Dublín en septiembre de 1558.
Anhelante de cumplir las intenciones de su
«piadosa» reina, de inmediato se dirigió a Lord Fitz-Walter, que entonces era
virrey, y le presentó la cartera, que, al ser abierta, no mostró otra cosa que
una baraja. Esto dejó sorprendidos a todos los presentes, y su señoría dijo:
«Tenemos que conseguir otra comisión; y mientras tanto barajemos las cartas.»
El doctor Pole hubiera querido volver en el acto a
Inglaterra para obtener otra comisión; pero mientras esperaba un viento
favorable, llegó la noticia de la muerte de la Reina María, y gracias a ello
los protestantes escaparon a una muy cruel persecución. El relato que hemos
dado está confirmado por historiadores del mayor crédito, que añaden que la
Reina Elizabeth estableció una pensión de cuarenta libras a la mencionada Elizabeth
Edmunds, por haber salvado de esta forma las vidas de sus súbditos
protestantes.
Durante los reinados de Elizabeth y de Jacobo I,
Irlanda estuvo agitada casi constantemente por rebeliones e insurrecciones,
que, aunque no siempre tenían como motivo la diferencia de opiniones religiosas
entre ingleses e irlandeses, quedaban agravadas y hechas tanto más acerbas e
irreconciliables por esta causa los sacerdotes papistas exageraban arteramente
los fallos del gobierno ingles, y de continuo imbuían en sus ignorantes oyentes
llenos de prejuicios la legitimidad de matar protestantes, asegurándoles que
todos los católicos muertos en el cumplimiento de una empresa tan piadosa
serían de inmediato recibidos a la dicha eterna.
El carácter naturalmente atolondrado de los
irlandeses, manipulado por estos hombres astutos, los impelía continuamente a
acciones violentas bárbaras e injustificables, aunque se debe confesar que la
naturaleza inestable y arbitraria de la autoridad ejercida por los gobernadores
ingleses no era susceptible de ganarse sus afectos. También los españoles,
desembarcando fuerzas en el sur, y alentado de todas las maneras a los
descontentos nativos para que se uniesen bajo su bandera, mantuvieron la isla
en un estado continuo de turbulencia y de guerra. En 1601 desembarcaron un
cuerpo de cuatro mil hombres en Kinsale, y comenzaron lo que llamaron «La
Guerra Santa por la preservación de la fe en Irlanda.» Fueron ayudados por
grandes cantidades de irlandeses, pero finalmente fueron rotundamente
derrotados por el representante de la reina, Lord Mountjoy, y sus oficiales.
Este cerró las transacciones del reinado de Elizabeth
con respecto a Irlanda; siguió un período de aparente tranquilidad, pero el
sacerdocio papista, siempre inquiete y agitador, intentó minar mediante
maquinaciones secretas aquel gobierno y aquella fe que ya no osaban atacar
abiertamente. El pacifico reino de Jacobo les dio la oportunidad de aumentar su
tuerza y de madurar sus maquinaciones, y bajo su sucesor, Carlos I, aumentaron
grandemente sus números por medio de arzobispos titulares católicos romanos,
como también de obispos, deanes, vicarios generales, abades, sacerdotes y
frailes. Por esta razón se prohibió, en 1629, el ejercicio público de los ritos
y ceremonias papistas.
Pero a pesar de este, poco después el clero
romanista edificó una nueva universidad papista en la ciudad de Dublín.
Comenzaron también a edificar monasterios y conventos en varias partes del
reino, lugares en los que este mismo clero romanista y los jefes de los
irlandeses celebraban numerosas reuniones; y de allí solían ir y volver a
Francia, España, Flandes, Lorena y Roma, donde estaba siendo preparado el
detestable complot de 1641 por la familia de los O'Neal y sus seguidores.
Poco después que comenzaran a ponerse en marcha los
planes de la horrible conspiración que vamos a relatar a continuación, los
papistas de Irlanda habían presentado una protesta ante los Lores de Justicia
del reino, exigiendo el libre ejercicio de su religión y una derogación de las
leyes contrarias, ante lo que ambas cámaras del Parlamento en Inglaterra
respondieron solemnemente que jamás concederían tolerancia alguna a la religión
papista en aquel reino.
Este irritó tanto más a los papistas incitándoles a
la ejecución del diabólico complot concertado para la destrucción de los
protestantes y no fracasó sino que tuvo el éxito deseado por sus maliciosos y rencorosos
promotores.
El designio de esta horrible conspiración era que
tuviera lugar una insurrección general al mismo tiempo por todo el reino y que
se diera muerte todos los protestantes, sin excepción alguna El día fijado para
esta horrorosa masacre fue el veintiuno de octubre de 164l fiesta de Ignacio de
Loyola fundador de los Jesuitas; y los principales conspiradores en las partes
principales del reino emprendieron los preparativos necesarios para la lucha
que maquinaban.
A fin de que este aborrecible plan pudiera tener un
éxito más seguro, los papistas practicaron los ardides más elaborados, y su
conducta en sus visitas a los protestantes fue, en este tiempo, de una más
aparente bondad que la que habían mostrado hasta entonces, lo que se hizo para
poder consumar de manera más plena los designios inhumanos y pérfidos que
contra ellos meditaban.
La ejecución de esta salvaje maquinación fue
atrasada hasta inicios del invierno, para que el envío de tropas desde
Inglaterra fuera cosa más difícil. El Cardenal Richelieu, el ministro francés,
había prometido a los conspiradores un considerable suministro de hombres y
dinero, y muchos oficiales irlandeses habían prometido de cierto asistir
cordialmente a sus hermanos católicos, tan pronto como tuviera lugar la
insurrección.
Llegó el día anterior al señalado para llevar a
cabo este horrible designio y felizmente para la metrópolis del reino la
conspiración fue revelada por un irlandés llamado Owen O'Connelly por cuyo
señalado servicio el Parlamento Inglés le votó 500 libras y una pensión
vitalicia de doscientas.
Fue tan oportunamente que se descubrió este complot
tan sólo pocas horas antes de que la ciudad y el castillo de Dublín fueran a
ser sorprendidos, que los Lores Justicias apenas si tuvieron tiempo de prepararse,
junto con la ciudad, en una posición defensiva adecuada. Lord M'Guire, que era
allí el principal cabecilla, fue, junto con sus cómplices, detenido aquella
misma noche en la ciudad; en sus viviendas se encontraron espadas, azuelas,
hachas, mazos, y otros instrumentos de destrucción preparados para la
destrucción y el exterminio de los protestantes en aquella parte del reino.
De esta manera la capital fue felizmente
preservada; pero la sanguinaria parte de la tragedia tramada ya no se podía
impedir. Los conspiradores estaban ya sobre las armas temprano por la mañana
del día señalado, y todos los protestantes que encontraron en su camino fueron
asesinados de inmediato. No se perdonó ninguna edad, ni sexo ni condición. La
mujer llorando por su marido destripado, y abrazando a sus indefensos hijos,
era traspasada junto a ellos, muriendo todos a la vez.
Los viejos y jóvenes, los vigorosos y los débiles,
sufrieron la misma suerte y se confundieron en una misma ruina. En vano salvaba
la huida de un primer asalto; la destrucción asolaba por doquier, y se
enfrentaban con las perseguidas víctimas en cada recodo. En vano se quiso
reunir a parientes a compañeros, a amigos; todas las relaciones estaban
disueltas; y la muerte caía de la mano de aquellos a quienes se imploraba
protección y de quienes se esperaba. Sin provocación, sin oposición, los
atónitos ingleses, viviendo en la mayor paz, y, pensaban ellos, plena
seguridad, fueron asesinados por sus más cercanos vecinos, con los que habían
mantenido durante mucho tiempo una continuada relación de bondad y buenos
oficios.
Pero la muerte fue el más suave de los castigos
infligidos por estos monstruos en forma humana; todas las torturas que pudiera
inventar la más voluntariosa crueldad, todos los prolongados tormentos del
cuerpo y angustias de la mente, las agonías de la desesperación, no podían
saciar una venganza carente de motivos, y cruelmente salida de ninguna causa.
La naturaleza depravada, incluso la religión pervertida, aunque alentadas por
la licencia más desenfrenada, no pueden llegar a un mayor paroxismo de
ferocidad que el que se manifestó en estos inmisericordes salvajes. Incluso las
representantes del sexo débil, naturalmente tiernas ante sus propios
sufrimientos y compasivas ante los de los demás, emularon a sus fuertes
compañeros en la práctica de toda crueldad. Los mismos niños, enseñados por el
ejemplo y la exhortación de sus padres, aplicaban sus débiles golpes a los
cadáveres de los indefensos hijos de los ingleses.
Tampoco la avaricia de estos irlandeses fue
suficiente para detenerlos en absoluto en su crueldad. Tal era su desenfreno
que los ganados que robaron y que habían hecho suyos por saqueo, fueron
degollados conscientemente porque llevaban el nombre de los ingleses; o,
cubiertos de heridas, lanzados sueltos a los bosques, para que allí murieran
lentamente en sus sufrimientos.
Las espaciosas viviendas de los granjeros fueron
reducidas a cenizas o arrasadas hasta el suelo. Y allí donde los desdichados
propietarios se habían encerrado en sus casas y se estaban preparando para
defenderse, fueron muertos en llamas junto con sus mujeres e hijos.
Esta es la descripción general de esta matanza sin
paralelo; ahora queda, por la naturaleza de esta obra, dar algunos detalles
particulares.
Apenas si los fanáticos e inmisericordes papistas
habían comenzado a ensuciarse las manos de sangre que repitieron esta horrible
tragedia día tras día, y los protestantes, en todas partes del reino, cayeron
víctimas de su furia con muertes de la crueldad más inaudita.
Los ignorantes irlandeses fueron tanto más
intensamente instigados a ejecutar esta infernal operación por los Jesuitas,
sacerdotes y frailes cuanto que ellos, cuando se decidió el día de la ejecución
de su complot, recomendaron en sus oraciones que se diera diligencia en aquel
gran designio, que dijeron ellos sería de gran ayuda para la prosperidad del
reino y para promover la causa católica. En todo lugar dijeron al común de la
gente que los protestantes eran herejes, y que no se debía permitirles más
vivir entre ellos; añadiendo que no era más pecado matar a un inglés que matar
a un perro; y que ayudarlos o protegerlos era un crimen de lo más imperdonable.
Habiendo asediado los papistas la ciudad y el
castillo de Longford, se rindieron los ocupantes de este último, que eran
protestantes, con la condición de que se les diera cuartel; los asediadores, en
el instante en que aparecieron las gentes de la ciudad, los atacaron de la
manera más implacable, destripando el sacerdote de ellos, a modo de señal, al
ministro protestante inglés; después de esto, sus seguidores asesinaron a todo
el resto, algunos de los cuales fueron colgados, otros apuñalados o muertos a
tiros, mientras que a muchos se les destrozó la cabeza con hachas que habían
sido suministradas para este fin.
La guarnición de Sligo fue tratada de manera
semejante por O'Connor Slygah, el cual les prometió cuartel a los protestantes
y llevarlos sanos y salvos al otro lado de los montes Curlew, a Roscommon.
Estos abandonaron sus refugios, pero entonces los apresó y guardó en un
encierro inmundo, alimentándolos sólo con granos como alimento. Después,
estando bebidos y contentos algunos de los papistas que habían venido a
felicitar a sus malvados hermanos, los frailes blancos sacaron a los
protestantes supervivientes, yo bien los mataron a cuchillo, o bien los
lanzaron por el puente a un río torrencial, donde pronto murieron. Se añade que
luego un grupo de este malvado grupo de frailes blancos fue cierto tiempo
después al río, en solemne procesión, con agua bendita en sus manos, para
rociarlo; pretendiendo limpiarlo y purificarlo de las manchas y de la
contaminación de la sangre y de los cadáveres de los herejes, como llamaban
ellos a los desafortunados protestantes que fueron tan inhumanamente asesinados
en esta misma ocasión.
En Kilmore, el doctor Bedell, obispo de esta sede,
había asentado y sustentado caritativamente a gran número de protestantes
angustiados, que habían huido de sus casas para escapar de las diabólicas
crueldades cometidas por los papistas. Pero no gozaron mucho tiempo del
consuelo de vivir juntos. El buen prelado fue sacado a la fuerza de su
residencia episcopal, que fue de inmediato ocupada por el doctor Swiney, el
obispo papista titular de Kilmore, que dijo Misa en la iglesia al domingo
siguiente, y que luego confiscó todos los bienes y posesiones del perseguido
obispo.
Poco después de esto, los papistas llevaron al
doctor Bedell, a sus dos hijos y al resto de su familia, con algunos de los
principales protestantes a los que había protegido, a un castillo en ruinas
llamado Lochwater, situado en un lago cercano al mar. Aquí se quedó con sus
compañeros varias semanas, esperando día a día ser muerto. La mayor parte de
ellos habían sido dejados desnudos, por lo que sufrieron grandes penalidades,
al hacer mucho frío (siendo el mes de diciembre), y carecer de tejado el
edificio en el que se hallaban. Prosiguieron en esta situación hasta el siete
de enero, cuando fueron todos liberados.
El obispo fue cortésmente recibido en la casa de
Dennis O'Sheridan, uno de su clero, a quien había convertido a la Iglesia de
Inglaterra, pero no sobrevivió mucho tiempo a esta muestra de bondad. Durante
su estancia allí, pasó todo su tiempo en ejercicios religiosos, para mejor
disponerse y prepararse a sí mismo, y a sus entristecidos compañeros, para su
gran tránsito, porque nada tenían delante de sus ojos sino una muerte cierta.
Estaba entonces en el año setenta y uno de su vida, y, afligido por unas
violentas fiebres que había adquirido por su estancia en aquel lugar inhóspito
y desolado en el lago, pronto la fiebre se hizo de lo más violenta y peligrosa.
Viendo que se acercaba su fallecimiento, lo recibió con gozo, como uno de los
primitivos mártires que se apresuraba a su corona de gloria. Después de
dirigirse a su pequeña grey, y de exhortarlos a la paciencia, y ello de la
manera más patética por cuanto vio que se acercaba el último día de ellos, tras
haber bendecido solemnemente a su gente, su familia y sus hijos, terminó
juntamente el curso de su ministerio y de su vida el siete de febrero de 1642.
Sus amigos y parientes pidieron al intruso obispo
que les permitiera enterrarlo, lo que obtuvieron tras gran dificultad; al
principio les dijo que el patio de la iglesia era tierra sagrada, y que no
debía ya ser contaminada más con herejes; sin embargo, se obtuvo permiso al
final, y aunque no se empleó el servicio religioso funerario en la solemnidad
(por miedo a los papistas irlandeses), sin embargo algunos de los mejores, que
tuvieron la mayor veneración por él mientras vivía, asistieron al acto de
depositar sus restos en el sepulcro. En su entierro lanzaron una salva de
balas, gritando: Requiescat in pace ultimus Anglorum, esto es, «Descanse en paz
el último inglés.» A esto añadieron que como él era uno de los mejores, también
sería el último obispo inglés hallado entre ellos.
La erudición de este obispo era muy grande, y
hubiera dado al mundo tanto más prueba de ella si hubiera impreso todo lo que
había escrito. Apenas si se salvaron algunos de sus escritos, habiendo
destruido los papistas la mayoría de sus documentos y biblioteca. Había
recogido una gran cantidad de exposiciones críticas de la Escritura, todo lo
cual, con un gran baúl lleno de sus manuscritos, cayó en manos de los
irlandeses. Felizmente, su gran manuscrito hebreo se conservó, y está ahora en
la biblioteca de Emanuel College, Oxford.
En la baronía de Terawley, los papistas, por
instigación de los frailes, obligaron a más de cuarenta protestantes ingleses,
algunos de los cuales eran mujeres y niños, a la dura suerte de o bien morir
por la espada, o ahogados en el mar. Escogiendo éstos lo último, fueron
obligados, a punta de espada de sus inexorables perseguidores, a dirigirse a
aguas profundas, donde, con sus pequeños en sus brazos, fueron primero vadeando
hasta el cuello, y luego se hundieron y murieron juntos.
En el castillo de Lisgool fueron quemados vivos
hasta ciento cincuenta hombres, mujeres y niños, todos juntos; y en el castillo
de Moneah no menos de cien fueron pasados a cuchillo. Una gran cantidad fueron
también asesinados en el castillo de Tullah, que fue entregado a M'Guire con la
condición de que se les diera cuartel; pero apenas si este desalmado había
ocupado el lugar que ordenó a sus hombres asesinar al pueblo, lo que fue
ejecutado de inmediato, y con la mayor crueldad.
Muchos otros fueron muertos de la manera más
horrenda, en formas que sólo hubieran podido ser inventadas por demonios, y no
por hombres. Algunos de ellos fueron echados con el centro de sus espaldas
sobre el eje de un carruaje, con las piernas apoyadas en el suelo en un lado, y
sus brazos y cabezas en el otro. En esta posición, uno de aquellos salvajes
azotaba a la pobre víctima en los muslos, piernas, etc., mientras otro lanzaba
perros salvajes, que desgarraban los brazos y las partes superiores del cuerpo;
así, de esta terrible manera, eran privados de su existencia. Muchos de ellos
fueron atados a colas de caballos, y lanzados los animales a todo galope por
sus jinetes, las desgraciadas víctimas eran arrastradas hasta que expiraban.
Otros fueron colgados de altas horcas, y encendiéndose fuego debajo de ellos,
terminaron sus vidas en parte por colgamiento, en parte por asfixia.
Tampoco escapo el sexo débil en lo más mínimo a la
crueldad que podían proyectar sus inmisericordes y furiosos perseguidores.
Muchas mujeres, de todas las edades, eran muertas de la más cruel naturaleza.
Algunas, de manera particular, fueron atadas con la espalda contra fuertes
postes, y, desnudadas hasta la cintura, aquellos inhumanos monstruos les
cortaron los pechos derechos con tijeras de esquileo, lo que, naturalmente, les
causó las agonías más terribles; y así fueron dejadas hasta que murieron
desangradas.
Tal fue la salvaje ferocidad de estos bárbaros que
incluso bebés no nacidos eran arrancados del vientre para ser víctimas de su
furia. Muchas desdichadas madres fueron colgadas desnudas de ramas de árboles,
descuartizadas, y su inocente descendencia arrancada de ellas y echada a los
perros y a los cerdos. Y, para intensificar lo horrendo de la escena, obligaba
al marido a verlo antes de sufrir él mismo.
En la ciudad de Issenskeath colgaron a más de cien
protestantes escoceses, no mostrándoles más misericordia que la que habían
mostrado a los ingleses. M'Guire, dirigiéndose al castillo de aquella ciudad,
pidió hablar con el gobernador, y, al permitírsele la entrada, quemó en el acto
los registros del condado, que guardaba allí. Luego le exigió 1000 libras al
gobernador, y, habiéndolas recibido, le obligó de inmediato a oír Misa, y a
jurar que seguiría haciéndolo. Y para consumar estas horribles barbaridades,
ordenó que la mujer y los hijos del gobernador fueran colgados delante de él,
además de asesinar al menos a cien de los habitantes. Más de mil hombres,
mujeres y niños fueron llevados, en diferentes grupos, al puente Portadown, que
estaba roto en medio, obligándolos allí a arrojarse al agua; los que trataban
de alcanzar la ribera eran golpeados en la cabeza.
En la misma parte del país, al menos cuatro mil
personas fueron ahogadas en diferentes lugares. Los inhumanos papistas los
llevaron como animales, después de desnudarlos, al lugar determinado para su
destrucción; y si alguno, por fatiga o debilidad natural, era lento en su
andar, era aguijoneado con sus espadas y picas; para aterrorizar a la multitud,
asesinaron a algunos por el camino. Muchos de estos desdichados fueron lanzados
al agua, y trataron de salvarse alcanzando la ribera, pero sus inmisericordes
perseguidores impedían que lo lograsen, disparando contra ellos mientras se
encontraban en el agua.
En un lugar, ciento cuarenta ingleses fueron todos
asesinados en el mismo lugar, tras haber sido empujados totalmente desnudos
durante muchas millas, y con un clima de lo más duro; algunos fueron colgados,
otros, quemados, algunos muertos a tiros, y muchos de ellos enterrados vivos.
Tan crueles eran sus atormentadores que ni siquiera les permitían orar antes de
arrebatarles su mísera existencia.
A otros grupos los llevaron con la pretensión de un
salvoconducto, y que, por esto mismo, se dirigían felices en su viaje; pero
cuando los pérfidos papistas los hubieron llevado a un lugar conveniente, los
mataron allí de la forma más cruel.
Ciento quince hombres, mujeres y niños fueron
llevados, por orden de Sir Phelim O'Neal, al puente Portadown, donde fueron
todos forzados río adentro, y ahogados. Una mujer llamada Campbell, al no ver
posibilidad alguna de huida, se abrazó repentinamente a uno de los principales
papistas, y lo asió tan firmemente que ambos se ahogaron juntos.
En Killyman hicieron una matanza de cuarenta y ocho
familias, de las que veintidós fueron quemadas juntas en una casa. El resto
fueron colgados, muertos a tiros, o ahogados.
En Kilmore, todos los habitantes, alrededor de
doscientas familias, cayeron víctimas de la furia de los perseguidores. Algunos
de ellos fueron puestos en el cepo hasta que confesaron donde tenían su dinero.
Y después de esto, los mataron. Todo el condado era una escena general de
carnicería, y muchos miles perecieron, en poco tiempo, por la espada, el
hambre, el fuego, el agua, y las muertes más crueles que pudiera inventar la
furia y la maldad.
Estos sanguinarios desalmados mostraron tan gran
favor para con algunos como para despacharlos rápidamente; pero no quisieron en
absoluto permitirles que oraran. A otros los echaron en inmundas mazmorras,
poniendo pesados herrajes en sus piernas y dejándolos allí hasta que murieron
de hambre.
En Carseles echaron a todos los protestantes en una
inmunda mazmorra, donde los tuvieron juntos, durante varias semanas, en la
mayor miseria. Al final fueron liberados, siendo algunos de ellos bárbaramente
mutilados y dejados en los caminos para morir lentamente. Otros fueron
colgados, y algunos fueron sepultados derechos en el suelo, con las cabezas por
encima de la tierra, y, para intensificar su desdicha, los papistas los escarnecían
durante sus padecimientos. En el condado de Antrim asesinaron a cincuenta y
cuatro protestantes en una mañana; y después, en el mismo condado, a alrededor
de unos mil doscientos más.
En una ciudad llamada Lisnegary, obligaron a
veinticuatro protestantes a entrar en una casa, incendiándola después,
quemándolos a todos, escarneciendo con imitaciones los clamores de ellos.
Entre otros actos de crueldad tomaron a dos niños
de una mujer inglesa, y les abrieron la cabeza delante de ella; después,
echaron a la madre en el río, ahogándola. Trataron a muchos otros niños de
forma semejante, para gran aflicción de sus padres y vergüenza de la naturaleza
humana.
En Kilkeuny fueron muertos todos los protestantes
sin excepción; y algunos de ellos de forma tan cruel como quizá jamás se había
pensado.
Golpearon a una mujer inglesa con tal ferocidad que
apenas le quedó un hueso entero; después de esto, la echaron a una acequia;
pero no satisfechos con esto, tomaron a su niña, de unos seis años de edad, y
destripándola la echaron a su madre, para languidecer allí hasta que muriera.
Obligaron a un hombre a ir a Misa, tras lo que lo abrieron en canal, y lo
dejaron así. Aserraron a otro, cortaron el cuello a su mujer, y después de
haberle roto la cabeza a su hijo, un bebé, lo echaron a los cerdos, que lo
devoraron ansiosos.
Después de cometer éstas y otras horrendas
crueldades, tomaron las cabezas de siete protestantes, y entre ellas la de un
piadoso ministro, fijándolas todas en la cruz del mercado. Pusieron una mordaza
en la boca del ministro y le rajaron las mejillas hasta las orejas, entonces,
poniéndole delante una hoja de la Biblia, le invitaban a leer, porque tenía la
boca bien grande. Hicieron varias otras cosas para escarnio, expresando una
gran satisfacción al haber asesinado y expuesto así a estos infelices
protestantes
Es imposible concebir el placer que estos monstruos
experimentaban al ejercer su crueldad. Para intensificar la desdicha de los que
caían en sus manos, les decían, mientras los degollaban «Al diablo con tu
alma.» Uno de estos desalmados entraba en una casa Con las manos
ensangrentadas, jactándose de que era sangre inglesa, y que su espada había
pinchado las blancas pieles de los protestantes, hasta la empuñadura Cuando
cualquiera de ellos había dado muerte a un protestante, los otros venían y se
satisfacían cortando y mutilando el cuerpo; después los dejaban expuestos para
ser devorados por los perros; cuando hubieron muerto un número de ellos, se
jactaban de que el diablo les estaba en deuda, por haberle enviado tantas almas
al infierno. No es de asombrarse que trataran así a aquellos inocentes
cristianos, cuando no dudaban en blasfemar contra Dios y Su santísima Palabra.
En un lugar quemaron dos Biblias protestantes, y
luego dijeron que habían quemado fuego del infierno. En la iglesia en
Powerscourt quemaron el púlpito, los bancos, cofres y las Biblias que estaban
allí. Tomaron otras Biblias, y después de mojarlas con aguas sucias, las
lanzaron en los rostros de los protestantes, diciéndoles: «Sabemos que os gusta
una buena lección; ésta es excelente; venid mañana, y tendréis un buen sermón
como éste.»
Arrastraron a algunos de los protestantes por los
cabellos hacia la iglesia, donde los desnudaron y azotaron de la forma más
cruel, diciéndoles, al mismo tiempo, que si acudían al día siguiente oirían el
mismo sermón.
En Munster dieron muerte a varios ministros de la
manera más terrible. A uno, en particular, lo desnudaron totalmente, y lo
fueron empujando delante de ellos, pinchándole con espadas y dardos, hasta que
cayó y murió.
En algunos lugares sacaron los ojos y cortaron las
manos de los protestantes, dejándolos luego sueltos por los campos, donde
lentamente tuvo fin su mísera existencia. Forzaron a muchos jóvenes a llevar a
sus padres ancianos a un río, donde eran ahogados; a mujeres a ayudar a colgar
a sus maridos; y a madres a cortar el cuello a sus hijos.
En un lugar obligaron a un joven a dar muerte a su
padre, y acto seguido lo colgaron a él. En otro lugar forzaron a una mujer a
matar a su marido, luego forzaron al hijo a matarla a ella, y finalmente lo
mataron a él de un tiro en la cabeza.
En un lugar llamado Glaslow, un sacerdote papista,
con algunos otros, prevalecieron sobre cuarenta protestantes para que se
reconciliaran con la Iglesia de Roma. Apenas si lo habían hecho que les dijeron
que estaban en la buena fe, y que ellos impedirían que se apartaran de ella y
que se volvieran herejes, echándolos de este mundo, lo que hicieron de
inmediato cortándoles el cuello.
En el condado de Tipperary, más de treinta
protestantes, hombres, mujeres y niños, cayeron en manos de los papistas, que,
después de desnudarlos, los asesinaron a pedradas, con picas, espadas y otras
armas.
En el condado de Mayo, unos sesenta protestantes,
quince de ellos ministros, debían ser, bajo pacto, llevados sanos y salvos a
Calway por un tal Edmund Bute y sus soldados; pero este inhumano monstruo sacó
la espada por el camino, como indicación acerca de sus propósitos para el
resto, y asesinaron a todos, algunos de los cuales fueron apuñalados, otros
fueron traspasados con picas, y varios fueron ahogados.
En el Condado de Que en, gran número de
protestantes fueron muertos de la manera más atroz. Cincuenta o sesenta fueron
puestos juntos en una casa, que fue incendiada, y todos murieron en medio de
las llamas. Muchos fueron desnudados y atados a caballos con cuerdas
rodeándoles las cinturas, y fueron arrastrados por ciénagas hasta morir. Otros
fueron atados al tronco de un árbol, con una rama encima. Sobre esta rama colgaba
un brazo, que sustentaba principalmente el peso del cuerpo, mientras que una de
las piernas era torcida arriba y atada al tronco, y la otra colgaba.
Permanecían en esta postura terrible y difícil mientras estuvieran vivos,
constituyendo un placentero espectáculo para sus sanguinarios perseguidores.
En Clownes, diecisiete hombres fueron enterrados
vivos; y un inglés, su mujer, cinco niños y una criada fueron todos colgados
juntos, y después echados a una acequia. Colgaron a muchos por los brazos de
ramas de árboles, con un peso en sus pies; y otros por la cintura, postura en
la que quedaron hasta morir. Varios fueron colgados de molinos de viento, y
antes que estuvieran medio muertos, aquellos bárbaros los despedazaron con sus
espadas. Otros, hombres, mujeres y niños, fueron cortados y despedazados en
varias formas, y dejados bañados en su sangre para morir donde cayeran. A una
pobre mujer la colgaron de una horca, con su hijo, un bebé de doce meses, que
fue colgado del cuello con el cabello de su madre, y de esta manera acabó su
breve pero trágica existencia.
En el condado de Tyrone, no menos de trescientos
protestantes fueron ahogados en un día; y muchos otros fueron colgados,
quemados y muertos de otras maneras. El doctor Maxwell, rector de Tyrone, vivía
en aquel tiempo cerca de Armagh, y sufrió enormemente a causa de estos
implacables salvajes. Esta persona, en su interrogatorio, dado bajo juramento
ante los comisionados del rey, declaró que los papistas irlandeses habían
reconocido delante de él que, en varias acciones, habían matado a 12.000
protestantes en un lugar, a los que degollaron inhumanamente en Glynwood,
cuando huían del condado de Armagh.
Como el río Barin no podía ser vadeado, y el puente
estaba roto, los irlandeses forzaron a ir allí a gran número de protestantes
desarmados e indefensos, y con picas y espadas echaron violentamente a unos mil
al río, donde perecieron sin remedio.
Tampoco escapó la catedral de Armagh de la furia de
estos bárbaros, siendo incendiada maliciosamente por sus cabecillas, y quemada
a ras del suelo. Y para extirpar, si fuera posible, la raza misma de aquellos
infelices protestantes que vivían en o cerca de Armagh, los irlandeses quemaron
todas sus casas, y luego reunieron a muchos cientos de aquella gente inocente,
jóvenes y mayores, con el pretexto de darles una guardia y un salvoconducto
hasta Colerain, pero lanzándose sobre ellos por el camino, y asesinándolos
inhumanamente.
Horrendas barbaridades como las que acabamos de
señalar fueron practicadas contra los pobres protestantes en casi todas partes
del reino; cuando posteriormente se hizo una valoración del número de los que
fueron sacrificados para dar satisfacción a las diabólicas almas de los
papistas, se elevó a ciento cincuenta mil.
Estos miserables desalmados, enardecidos y
arrogantes por el éxito (aunque mediante métodos acompañados de atrocidades
enormes como quizá no hayan visto igual) pronto tomaron posesión del castillo
de Newry, donde se guardaban las provisiones y municiones del rey; y con bien poca
dificultad se adueñaron de Dundalk. Después tomaron la ciudad de Ardee, donde
asesinaron a todos los protestantes, siguiendo luego a Drogheda. La guarnición
de Drogheda no estaba en condiciones de soportar un sitio, a pesar de lo cual,
cada vez que los irlandeses renovaban sus ataques, eran vigorosamente
rechazados por un número muy desigual de las fuerzas reales, y unos pocos
fieles ciudadanos protestantes bajo Sir Henry Tichbome, el gobernador, ayudado
por Lord Vizconde Moore. El sitio de Drogheda comenzó el treinta de noviembre
de 1641, y se mantuvo hasta el cuatro de marzo de 1642, cuando Sir Phelim
O'Neal y los rebeldes irlandeses bajo su mando se vieron obligados a retirarse.
En aquel tiempo fueron enviados diez mil soldados
desde Escocia a los protestantes que quedaban en Irlanda, y que apropiadamente
distribuidos en las partes principales del reino, felizmente anularon el poder
de los asesinos irlandeses; después de esto los protestantes vivieron
tranquilos durante cierto tiempo.
En el reinado del Rey Jacobo II su tranquilidad se
vio, empero, interrumpida otra vez, porque en un parlamento celebrado en Dublín
en el año 1689, muchos de los nobles, del clero y de los gentiles hombres de
Irlanda fueron acusados de alta traición. El gobierno del reino estaba, en
aquel tiempo, en manos del conde de Tyrconnel, un fanático papista, e
implacable enemigo de los protestantes. Por orden de él, fueron de nuevo
perseguidos en varias partes del reino. Se confiscaron las rentas de la ciudad
de Dublín, y la mayoría de las iglesias fueron transformadas en cárceles. Si no
hubiera sido por la decisión y valentía no común de las guarniciones en la
ciudad de Londonderry y de la ciudad de Inniskillin, no habría quedado ni un
lugar de refugio para los protestantes en todo el reino, sino que todo habría
caído en manos del Rey Jacobo y del frenético partido papista que lo dominaba.
El célebre asedio de Londonderry comenzó el
dieciocho de abril de 1689, impuesto por una tropa de veintidós mil papistas,
la flor del ejército irlandés. La ciudad no estaba equipada de manera apropiada
para aguantar un asedio, siendo sus defensores un cuerpo de protestantes sin
instrucción militar que habían buido allí para refugiarse, y medio regimiento
de los disciplinados soldados de Lord Mountjoy, con la principal parte de los
habitantes, ascendiendo sólo a siete mil trescientos sesenta y uno el número de
hombres capaces de llevar armas.
Los asediados esperaban al principio que sus
provisiones de trigo y otros víveres les serían suficientes, pero con la
continuación del asedio aumentaron sus necesidades, y al final se hicieron tan
intensas que por un tiempo considerable antes de levantarse el sitio la ración
semanal de un soldado era medio litro de cebada basta, una pequeña cantidad de
verduras, unas pocas cucharadas de fécula, y una porción muy moderada de carne
de caballo. Y al final quedaron reducidos a tal extremidad que comieron perros,
gatos y ratones.
Aumentando sus sufrimientos con el asedio, muchos
desfallecían y desmayaban de hambre y necesidad, o caían muertos por las
calles. Y es destacable que cuando sus socorros tan largamente esperados llegaron
de Inglaterra, estaban ya a punto de quedar reducidos a esta alternativa: O
bien preservar sus vidas comiéndose unos a otros, o tratar de abrirse paso
luchando contra los irlandeses, lo que indefectiblemente habría significado su
destrucción.
Sus socorros fueron transportados con buen suceso
por el barco Mountjoy de Derry, y el Phoenix de Colerain, cuando sólo les
quedaban nueve delgados caballos y algo menos de medio litro de harina para
cada hombre. Debido al hambre y a las fatigas de la guerra, sus siete mil
trescientos sesenta y un hombres sobre las armas quedaron reducidos a cuatro
mil trescientos hombres, una cuarta parte de los cuales quedaron inutilizados.
Así como las calamidades de los asediados fueron
grandes, también lo fueron los terrores y padecimientos de sus amigos y
parientes protestantes, todos los cuales (incluso mujeres y niños) fueron
empujados a la fuerza desde la región en un radio de treinta millas, e
inhumanamente reducidos a la triste necesidad de estar varios días y noches sin
alimento ni abrigo, delante de las murallas de la ciudad, viéndose así
expuestos tanto al continuo fuego del ejército irlandés desde fuera corno como
a los disparos de sus amigos desde dentro.
Pero los socorros llegados desde Inglaterra
pusieron feliz término a sus sufrimientos; y el sitio fue levantado el treinta
y uno de julio, habiendo tenido una duración de tres meses.
El día antes de que se levantara el asedio de
Londonderry, los Inniskillers entablaron batalla con un cuerpo de seis mil
católicos romanos irlandeses, en Newton, Builer o Crown-Castle, muriendo cinco
mil de ellos. Esto, junto con la derrota ante Londonderry, desalentó a los
papistas, y abandonaron todo intento posterior de perseguir a los protestantes.
Al año siguiente, esto es, 1690, los irlandeses
tomaron armas en favor del príncipe depuesto, Rey Jacobo II, pero fueron
totalmente derrotados por su sucesor el Rey Guillermo III Aquel monarca, antes
de dejar el país, lo redujo a la sumisión, estado en el que han continuado
desde entonces.
Pero, a pesar de todo esto, la causa protestante
está ahora sobre una base mucho más fuerte que hace un siglo. Los irlandeses,
que habían llevado anteriormente una vida inestable y vagabunda, en los
bosques, las turberas y los montes, viviendo del bandidaje contra sus
semejantes, aquellos que por la mañana se apoderaban del botín, y por la noche
repartían los despojos, se han vuelto, ya desde hace muchos años, pacíficos y
civilizados. Gustan de los bienes de la sociedad inglesa, y de las ventajas del
gobierno civil. Comercian en nuestras ciudades, y están empleados en nuestras
manufacturas. Son también recibidos en las familias inglesas, y tratados con
gran humanidad por los protestantes.