EJECUCIONES EN COLCHESTER
Ya
se ha mencionado antes que veintidós personas habían sido enviadas desde
Colchester, las cuales, con un ligero sometimiento, habían sido después
liberadas. De ellas, William Munt, de Much Bentley, granjero, con su mujer
Alice, y Rose Allin, su hija, tras volver a casa, se abstuvieron de ir a la
iglesia, lo que indujo al fanático sacerdote a escribir secretamente a Bonner.
Durante un cierto tiempo se ocultaron, pero al volver el 7 de marzo, un tal
Edmund Tyrrel (pariente del Tyrrel que dio muerte al Rey Eduardo V y a su
hermano) entró con oficiales en la casa mientras Munt y su mujer estaban en
cama, informándoles que debían ir al castillo de Colchester.
La
señora Munt estaba entonces muy enferma, y pidió que su hija pudiera darle algo
de beber. Rose recibió permiso para ello, y tomó una vela y una jarra; al
volver a la casa se encontró con Tyrrel, que le ordenó que aconsejara a sus
padres que se volvieran buenos católicos. Rose le informó en pocas palabras que
tenían al Espíritu Santo como consejero, y que ella estaba dispuesta a dar su
vida por la misma causa. Volviéndose hacia su compañía, les declaró que estaba
lista para ser quemada; entonces uno de ellos le dijo que la pusiera a prueba,
para ver de qué sería ella capaz en el futuro.
El
insensible desalmado ejecutó en el acto esta propuesta; tomando a la muchacha
por la muñeca, sostuvo la vela encendida bajo su mano, quemándola
transversalmente por el dorso, hasta que los tendones se separaron de la carne,
durante lo cual la insultó con muchos calificativos denigrantes. Ella soportó
imperturbable esta furia, y luego, cuando él hubo terminado la tortura, ella le
dijo que comenzara por sus pies o por su cabeza, porque no tenía que temer que
su cruel patrono fuera algún día a castigarlo por ello. Después, llevó la
bebida a su madre.
Este
cruel acto de tortura no está aislado. Bonner había tratado a un pobre arpista
de una manera muy semejante, por haber mantenido firmemente la esperanza de que
aunque le quemaran todas las articulaciones, no se apartaría de la fe. Con
esto, Bonner hizo una señal en secreto a sus hombres para que le trajeran un
ascua encendida, que pusieron en la mano de aquel pobre hombre, cerrándosela
por la fuerza, hasta que le quemó profundamente en la carne.
George
Eagles, un sastre, fue acusado de haber orado que «Dios cambiara el corazón de
la Reina María, o que la arrebatara»; la causa ostensible de su muerte fue su
religión, porque difícilmente se le podría haber acusado de traición por haber
orado por la reforma de un alma tan execrable como la de María. Condenado por
este crimen, fue arrastrado sobre un patín al lugar de la ejecución, junto a
dos bandidos, que fueron ejecutados con él. Después que Eagles subiera a la
escalerilla y hubiera estado colgado por un cierto tiempo, fue despedazado
antes de haber quedado en absoluto inconsciente; un alguacil llamado William
Swallow lo arrastró entonces al patín, y con un hacha común desafilada le cortó
la cabeza torpemente y con varios golpes; de una manera igual de torpe y cruel
le abrió el cuerpo en canal y le desgarró el corazón.
En
medio de todos estos sufrimientos, el pobre mártir no se quejó, sino que clamó
a su Salvador. La furia de estos fanáticos no terminó aquí. Sus intestinos
fueron quemados, y el cuerpo despedazado, enviándose los cuatro cuartos a
Colehester, Harwich, Chelmsford y St. Rouse's. Chelmsford tuvo el honor de
retener su cabeza, que fue clavada en una picota en la plaza del mercado. Al
cabo de un tiempo fue echada abajo por el viento, y quedó varios días en la
calle, hasta que fue sepultada de noche en el patio de la iglesia. El juicio de
Dios cayó poco tiempo después sobre Swallow, que en su ancianidad quedó
reducido a la mendicidad, y que quedó azotado por una lepra que lo hizo
horroroso incluso para los animales; y tampoco escapó a la mano vengadora de
Dios Richard Potts, que angustió a Eagles en sus momentos finales.
LA SEÑORA LEWES
Esta
señora era mujer del señor T. Lewes, de Manchester. Había recibido como
verdadera la religión romanista, hasta la quema de aquel piadoso mártir que
había sido el señor Saunders, de Coventry. Al saber que su muerte surgía de un
rechazo a recibir la Misa, comenzó a inquirir en la base de este rechazo, y su
conciencia, al comenzar a ser iluminada, comenzó a agitarse y a alarmarse. En
esta inquietud, recurrió al señor John Glover, que vivía cerca, y le pidió que
le desvelara aquellas ricas fuentes que poseía de conocimiento de los Evangelios,
particularmente acerca de la cuestión de la transubstanciación.
Consiguió
convencerla fácilmente de que la mascarada del papado y de la Misa estaban en
contra de la santísima Palabra de Dios, y la reprendió fielmente por seguir
excesivamente las vanidades de un mundo malvado. Para ella fue en verdad una
palabra oportuna, porque pronto se cansó de su anterior vida de pecado, y
resolvió abandonar la Misa y el culto idolátrico. Aunque obligada por la fuerza
por su marido a ir a la iglesia, su menosprecio por el agua bendita y por otras
ceremonias era tan evidente que fue acusada ante el obispo por menosprecio de
los sacramentos.
De
inmediato siguió una citación, dirigida a ella, que fue dada al señor Lewes,
que, en un arrebato de pasión, puso una daga en el cuello del oficial, y se la
hizo comer, después de lo cual le obligó a beber agua para hacerla bajar, y
luego lo hizo salir. Pero por esta acción el obispo citó al señor Lewes ante él
lo mismo que a su mujer; éste se sometió con presteza, pero ella afirmó
resueltamente que al rehusar el agua bendita ni ofendía a Dios ni quebrantaba
ninguna de Sus leyes. Fue enviada a casa durante un mes, siendo su marido
fiador pecuniario por la comparecencia de ella; durante este tiempo el señor
Glover la convenció de la necesidad de hacer lo que hacía no por vanidad, sino
por la honra y la gloria de Dios.
El
señor Glover y otros exhortaron seriamente a Lewes a perder el dinero que había
pagado de fianza antes que mandar a su mujer a una muerte cierta, pero se hizo
sordo a la voz de la humanidad, y la entregó al obispo, que pronto halló causa
suficiente para enviarla a una inmunda prisión, de donde fue algunas veces
sacada para ser sometida a interrogatorios. En el último, el obispo razonó con
ella acerca de lo justo que era para ella ir a Misa y recibir como sagrado el
Sacramento y los otros sacramentos del Espíritu Santo. «Si estas cosas
estuvieran en la Palabra de Dios», le dijo la señora Lewes, «las recibiría de
todo corazón, creyéndolas y apreciándolas.» El obispo le contestó con la más
ignorante e impía insolencia: «¡Si no quieres creer más que lo que está
justificado por las Escrituras, estás en estado de condenación!» Atónita ante
esta declaración, esta digna sufriente le replicó con razón que sus palabras
eran tan impuras como blasfemas.
Después
de ser sentenciada, quedó doce meses encarcelada, no estando dispuesto el
alguacil mayor a ejecutarla durante el ejercicio de su cargo, aunque lo
acababan de escoger para el mismo. Cuando llegó la orden para su ejecución
desde Londres, ella envió a buscar unos amigos, a los que consultó acerca de en
qué manera su muerte pudiera ser gloriosa para el nombre de Dios, y perjudicial
para la causa de sus enemigos. Sonriendo, dijo: «En cuanto a la muerte, me es
poca cosa. Cuando sé que contemplaré la amante faz de Cristo, mi amado
salvador, el feo rostro de la muerte no me preocupa demasiado.»
La
víspera antes de sufrir, dos sacerdotes deseaban vivamente visitarla, pero ella
rehusó tanto confesarse a ellos como su absolución, por cuanto podía mantener
mejor comunicación con el Sumo Sacerdote de las almas. Hacia las tres de la
madrugada, Satanás comenzó a lanzar sus dardos encendidos, poniéndole dudas en
su mente acerca de si había sido escogida para vida eterna, y si Cristo había
muerto por ella. Sus amigos le señalaron con presteza aquellos pasajes
consoladores de la Escritura que consuelan al corazón fatigado, y que tratan
del Redentor que quita los pecados del mundo.
Hacia
las ocho, el alguacil mayor le anunció que tenía sólo una hora de vida; al
principio se sintió abatida, pero pronto se repuso, y le dio gracias a Dios de
que su vida pronto iba a ser dedicada en Su servicio. El alguacil mayor dio
permiso a dos amigos para que la acompañaran a la estaca, indulgencia ésta por
la que luego fue severamente tratado; al ir hacia el lugar casi se desmayó,
debido a la distancia, su gran debilidad y la multitud que se apiñaba. Tres
veces oró fervientemente que Dios librara a la tierra del papismo y de la
idolátrica Misa; y la mayoría de la gente, así como el alguacil mayor, dijeron
Amén.
Cuando
hubo orado, tomó una copa (que había sido llenada con agua para refrescarla), y
dijo: «Bebo para todos aquellos que sin fingimiento aman el Evangelio de
Cristo, y brindo por la abolición del papado.» Sus amigos, y muchas mujeres del
lugar, bebieron con ella, por lo que a la mayoría de ellas se les impusieron
penitencias.
Cuando
fue encadenada a la estaca, su rostro estaba alegre, y el rubor de sus mejillas
no se desvaneció. Sus manos estuvieron extendidas hacia el cielo hasta que el
fuego las dejó sin fuerzas, cuando su alma fuera recibida en los brazos del
Creador. La duración de su agonía fue breve, porque el alguacil, por petición
de sus amigos, había preparado una leña tan buena que en pocos minutos quedó
abrumada por el humo y las llamas. El caso de esta mujer hizo brotar lágrimas
de compasión de todos aquellos cuyo corazón no estaba encallecido.
EJECUCIONES EN ISLINGTON
Hacia
el diecisiete de septiembre sufrieron en Islington los siguientes cuatro
confesores de Cristo: Ralph Allerton, James Austoo, Margery Austoo, y Richard
Roth.
James
Austoo y su mujer, de A'lhallows, en Baiking, Londres, fueron sentenciados por
no creer en la presencia. Richard Roth rechazó los siete sacramentos, y fue
acusado de ayudar a los herejes por la siguiente carta, escrita con su propia
sangre, y que había querido enviar a sus amigos en Colchester:
«Queridos
hermanos y hermanas:»
¡Cuánta
más razón tenéis para regocijaros en Dios por haberos dado tal fe para
sobreponeros hasta ahora a este sanguinario tirano! Y es indudable que Aquel
que ha comenzado la buena obra en vosotros, la llevará a su consumación hasta
el fin. Oh queridos corazones en Cristo, ¡qué corona de gloria recibiréis con
Cristo en el reino de Dios! ¡Pluguiera a Dios que hubiera estado listo para ir
con vosotros; porque estoy de día en incomodidad, suministrada por el alcalde;
y de noche yazco en la carbonera, apartado de Ralph Allerton o de cualquier
otro; y esperamos cada día cuándo seremos condenados; porque él dijo que sería
quemado en el período de diez días antes de la Pascua; sigo estando en el borde
del estanque, y cada uno entra antes que yo; pero esperamos pacientemente la
voluntad del Señor, con muchas cadenas, en hierros y cepos, por los que hemos
recibido gran gozo de Dios. Y ahora que os vaya bien, queridos hermanos y
hermanas, en este mundo, pero espero veros en el cielo cara a cara.»
¡Oh,
hermano Munt, con tu mujer y tu hermana Rose, cuán bienaventurados sois en el
Señor, que os haya encontrado dignos de padecer por Su causa!, y ello con todo
el resto mis queridos hermanos y hermanas, conocidos o desconocidos. Gozaos
hasta la muerte. No temáis, dijo Cristo, porque yo he vencido a la muerte. Oh,
querido corazón, viendo que Jesucristo será nuestra ayuda, espera hasta que a
Él le plazca. Sed fuertes, que se alienten vuestros corazones, y esperad quedos
al Señor. El está cerca. Si, el ángel del Señor planta Su tienda alrededor de
los que le temen, y los libra de la manera que mejor le parece. Porque nuestras
vidas están en manos del Señor; y no nos pueden hacer nada si el Señor no se lo
permite. Por ello dad todos gracias a Dios.»
Oh,
queridos corazones, seréis revestidos de largos ropajes blancos en el monte
Sión, con la multitud de los santos, y con Jesucristo nuestro Salvador, que
jamás os desamparará. O bienaventuradas vírgenes, habéis jugado el papel de
vírgenes prudentes al haber tomado aceite en vuestras lámparas, para poder
entrar con el Esposo, cuando venga, para el gozo eterno con El. Pero en cuanto
a las insensatas, les será cerrada la puerta, porque no se dispusieron a sufrir
con Cristo, ni a llevar Su cruz. Oh queridos corazones, ¡cuán preciosa será
vuestra muerte a los ojos del Señor!, porque preciosa le es la muerte de Sus
santos. Que os vaya bien, y seguid orando. Sea con vosotros la gracia de
nuestro Señor Jesucristo. Amén, Amén. ¡Orad, orad, orad! Escrito
por mí, con mi propia sangre,
RICHARD ROTH.
Esta
carta, en la que se denominaba con tanta justicia a Bonner como «sanguinario
tirano», no era probable que excitara su compasión. Roth le acusó de llevarlo a
interrogar secretamente y de noche, porque tenía miedo de día a la gente.
Resistiéndose a todas las tentaciones de retractarse, fue condenado, y el 17 de
septiembre de 1557 estos cuatro mártires murieron en Islington, por el
testimonio del Cordero, que fue inmolado para que ellos pudieran ser de los
redimidos de Dios.
John
Noyes, un zapatero, de Laxfield, Suffolk, fue llevado a Eye, y a la medianoche
del 21 de septiembre de 1557 fue llevado de Eye a Laxfield para ser quemado. A
la mañana siguiente fue llevado a la estaca, preparada para el horrendo
sacrificio. El señor Noyes, al llegar al lugar fatal, se arrodilló, oró y
recitó el Salmo Cincuenta. Cuando la cadena le rodeó, dijo: «¡No temáis a los
que matan el cuerpo, sino temed a aquel que puede matar cuerpo y alma, y
echarlos en fuego eterno! » Mientras un tal Cadman le ponía un haz de leña sobre
él, bendijo la hora en que había nacido para morir por la verdad; y mientras se
confiaba sólo en los méritos todo suficientes del Redentor, prendieron fuego a
la pira, y en poco tiempo el fuego devorador apagó sus últimas palabras:
«¡Señor, ten misericordia de mí! ¡Cristo, ten misericordia de mí!» Las cenizas
de su cuerpo fueron sepultadas en un hoyo, y con ellas uno de sus pies, entero
hasta el tobillo, con el calcetín puesto.
LA SEÑORA CICELY ORMES
Esta
joven mártir, de veintidós años de edad, estaba casada con el señor Edmund
Ormes, tejedor de estambre de St. Lawrence, Norwich. Al morir Miller y
Elizabeth Cooper, antes mencionados, ella dijo que quería compartir la misma
copa de la que ellos habían bebido. Por estas palabras, fue llevada al
canciller, que la habría liberado bajo su promesa de ir a la iglesia y de
guardarse sus creencias para sí misma. Como ella no estaba dispuesta a
consentir en esto, el canciller la apremió diciendo que le había mostrado más
indulgencia a ella que a nadie porque era una mujer ignorante e insensata; a
estas palabras contestó ella (quizá con mayor agudeza de la que él esperaba)
que por grande que fuera el deseo de él de dar perdón a su pecaminosa carne,
que no podría igualarse al deseo de ella de ofrecerla en una pelea de tanta
importancia. El canciller pronunció entonces la sentencia condenatoria, y el 23
de septiembre de 1557 fue llevada a la estaca, a las ocho de la mañana.
Después
de proclamar su fe ante la gente, puso la mano sobre la estaca, y dijo:
«Bienvenida, cruz de Cristo.» Su mano quedó llena de hollín al hacer esto
porque era la misma estaca en la que habían sido quemados Miller y Cooper y al
principio se la limpió; pero inmediatamente después la volvió a acoger y se
abrazó a ella como la «dulce cruz de Cristo.» Después que los verdugos hubieran
encendido el fuego, dijo: «Engrandece mi alma al Señor; y mi espíritu se alegró
en Dios mi Salvador.» Luego, cruzando sus manos sobre su pecho, y mirando
arriba con la mayor serenidad, soportó el ardiente fuego. Sus manos siguieron
levantándose gradualmente hasta que quedaron secos los tendones, y luego
cayeron. No pronunció exclamación alguna de dolor, sino que entregó su vida, un
emblema de aquel paraíso celestial en el que está la presencia de Dios, bendito
por los siglos.
Se
podría mantener que esta mártir buscó voluntariamente su propia muerte, por
cuanto el canciller apenas si le exigió otra penitencia que la de guardarse sus
creencias para sí; pero parece en este caso como si Dios la hubiera escogido
como luz resplandeciente, porque doce meses antes de ser apresada se había
retractado; pero se sintió muy desgraciada hasta que el canciller fue
informado, por medio de una carta, que se arrepentía de su retractación desde
lo más hondo de su corazón. Como si para compensar por su anterior apostasía y
para convencer a los católicos de que no tenía ya más intención de entrar en
componendas por su seguridad personal, rehusó abiertamente su amistoso
ofrecimiento de permitirla contemporizar. Su valor en tal causa merece encomio;
era la causa de Aquel que dijo: «El que se avergonzare de mí en la tierra, de
él me avergonzaré yo en el cielo.»
EL REV. JOHN ROUGH
Este
piadoso mártir era escocés. A los diecisiete años entró a formar parte de la
orden de los Frailes Negros en Stirling, en Escocia. Había sido excluido de una
herencia por sus amigos, y tomó este paso como venganza por la conducta de
ellos. Después de haber estado allá dieciséis años, sintiendo simpatía por él
Lord Hamilton, conde de Arran, el arzobispo de St. Andrews indujo al provincial
de la casa a que dispensara de su hábito y orden; y así vino a ser el capellán
del conde. Permaneció en este empleo espiritual durante un año, y en aquel
tiempo Dios lo llevó al conocimiento salvador de la verdad; por esta razón el
conde lo envió a predicar en la libertad de Ayr, donde quedó por cuatro años;
pero al ver que se cernía el peligro debido a las características religiosas de
la época, y sabiendo que había mucha libertad para el Evangelio en Inglaterra,
se dirigió al duque de Somerset, entonces Lord Protector de Inglaterra, que le
concedió un salario anual de veinte libras, y le autorizó a predicar en
Carlisle, Berwick, y en Newcastle, donde se casó. Fue luego enviado a una
rectoría en Hull, donde permaneció hasta la muerte de Eduardo VI.
Como
consecuencia de la marea de persecución que entonces se abatía, huyó con su
mujer a Frisia, y a Nordon, donde se ocuparon en tejer medias, gorros, etc.,
para ganarse la vida. Estorbados en esta actividad por falta de materiales, se
llegó a Inglaterra para procurarse una cantidad, y el 10 de noviembre llegó a
Londres, donde pronto supo de una sociedad secreta de fieles, a la que se unió,
y de la que pronto fue escogido ministro, ocupación en la que los fortaleció en
toda buena resolución.
El
12 de diciembre, por denuncia de uno llamado Taylor, miembro de la sociedad,
fue apresado un miembro de la sociedad, llamado Rough, con Cuthbert Symson y
otros, en Saracen's Head, Islington, donde celebraban sus servicios religiosos
bajo la cubierta de ir a ver una función. El vice-chambelán de la reina llevó a
Rough y a Symson ante el Consejo, en presencia del cual fueron acusados de
reunirse para celebrar la Comunión. El Consejo escribió a Bonner, y éste no
perdió el tiempo en este sanguinario asunto. En tres días lo tuvo delante de
él, y al siguiente (el veinte) decidió condenarlo. Las acusaciones en contra de
él era que siendo sacerdote estaba casado, y que había rechazado el servicio en
lengua latina. Rough no carecía de argumentos para contestar a estas endebles
acusaciones. En resumen, fue degradado y condenado.
Se
debería observar que el señor Rough, cuando estaba en el norte, había salvado
la vida al doctor Watson durante el reinado de Eduardo, y éste estaba sentado
con el Obispo Bonner en el tribunal. Este ingrato prelado, como recompensa por
la bondad recibida, acusó abiertamente al señor Rough de ser el más pernicioso
hereje del país. El piadoso ministro lo reprendió por mostrar un espíritu tan
malicioso; afirmó que durante sus treinta años de vida nunca había doblegado la
rodilla ante Baal; y que dos veces en Roma había visto al Papa llevado a
hombros de hombres con el falsamente llamado Sacramento delante de él,
presentando una verdadera imagen del mismísimo Anticristo; y que sin embargo le
mostraban más reverencia a él que a la hostia, que ellos consideraban su Dios.
«¡Ah!»,
le dijo Bonner, levantándose y dirigiéndose a él, como si le quisiera desgarrar
las ropas. «¿Has estado en Roma, y visto a nuestro santo padre el Papa, y le
blasfemas de esta manera?» Dicho esto, se lanzó sobre él, le desgarró un trozo
de la barba, y para que el día comenzara para satisfacción suya, ordenó que el
objeto de su ira fuera quemado a las cinco y media de la siguiente mañana.
CUTHBERT SYMSON
Pocos
confesores de Cristo exhibieron más actividad y celo que esta excelente
persona. No sólo trabajó por preservar a sus amigos del contagio del papismo,
sino que también se esforzó por guardarlos de los terrores de la persecución.
Era diácono de la pequeña congregación sobre la que presidía como ministro el
señor Rough.
El
señor Symson ha escrito una narración de sus propios sufrimientos, que no puede
detallar mejor que en sus propias palabras.
«El
trece de diciembre de 1557 fue enviado por el Consejo a la Torre de Londres. Al
siguiente jueves fui llamado al cuerpo de guardia delante del alcalde de la
Torre y del archivero de Londres, el señor Cholmly, que me mandaron que les
diera los nombres de los que acudían al servicio en inglés. Les contesté que no
iba a declarar nada, y como consecuencia de mi rechazo me pusieron sobre un
potro de tormento de hierro, me parece que por espacio de tres horas.
Luego
me preguntaron si estaba dispuesto a confesar; les respondí como antes. Después
de desatarme, me devolvieron a mi celda. El domingo después fui llevado de
nuevo al mismo lugar, ante el teniente y archivero de Londres, y me sometieron
a interrogatorio. Y les respondí ahora como antes. Entonces el teniente juró
por Dios que yo confesaría; después de ello me ataron juntos mis dos dedos
índices, y pusieron entre ambos una pequeña flecha, y la arrancaron tan
rápidamente que manó la sangre, y se rompió la flecha.
Después
de aguantar dos veces más el potro del tormento, fui vuelto a llevar a mi
celda, y diez días después el teniente me preguntó si estaba dispuesto ahora a
confesar lo que antes me había preguntado. Le respondí que ya había dicho todo
lo que iba a decir. Tres semanas después fui enviado al sacerdote, donde fui
gravemente asaltado, y de manos de quien recibí la maldición del Papa, por dar
testimonio de la resurrección de Cristo. Y así os encomiendo a Dios y a la
Palabra de Su gracia, con todos aquellos que invocan sin fingimientos el nombre
de Jesús; pidiendo a Dios por Su misericordia infinita, por los méritos de Su
amado Hijo Jesucristo, que nos dé entrada en Su Reino eterno. Amén. Alabo a Dios
por Su gran misericordia que nos ha mostrado. Cantad Hosanna al Altísimo junto
a mí, Cuthbert Symson. ¡Que Dios perdone mis pecados! ¡Pido perdón a todo el
mundo, y a todo el mundo perdono, y así abandono el mundo, en la esperanza de
una gozosa resurrección!»
Si
se considera atentamente esta narración, ¡qué imagen tenemos de repetidas
torturas! Pero incluso la crueldad de la narración queda excedida por la
paciente mansedumbre con la que fueron soportadas. No aparecen expresiones
maliciosas, ni invocaciones siquiera a la justicia retributiva de Dios, ni una
queja por sufrir sin causa. Al contrario, lo que pone fin a esta narración es
la alabanza a Dios, perdón de pecado, y un perdón a todo el mundo.
La
firme frialdad de este mártir llevó a Bonner a la admiración. Hablando de
Symson en el consistorio, dijo: «Veis que persona más apacible es, y luego,
hablando de su paciencia, yo diría, si no fuera un hereje, que es la persona de
la más grande paciencia que jamás he tenido delante de mí. Tres veces en un día
ha sido puesto en la Torre al potro del tormento; también ha sufrido en mi
casa, y todavía no he visto rota su paciencia.»
El
día antes que fuera condenado este piadoso diácono, encontrándose en el cepo en
la carbonera del obispo, tuvo una visión de una forma glorificada, que le fue
de gran aliento. De esto testificó a su mujer, a la señora Austen, y a otros,
antes de su muerte.
Junto
a este adorno de la Reforma Cristiana fueron prendidos el señor Hugh Foxe y
Johh Devinish; los tres fueron traídos ante Bonner el 19 de marzo de 1558, y se
les pusieron delante los artículos papistas. Los rechazaron, y fueron por ello
condenados. Así como adoraban juntos en la misma sociedad, en Islington, así
sufrieron juntos en Smitfield, el 28 de marzo; en la muerte de ellos fue
glorificado el Dios de Gracia, y confirmados los verdaderos creyentes.
THOMAS HIASON, THOMAS CARMAN Y WILLIAM SEAMEN
Estos
fueron condenados por un fanático vicario de Aylesbury llamado Benry. El lugar
de la ejecución se llamaba Lollard's Pit, fuera de Bishopsgate, en Norwich.
Después de unirse en humilde ruego ante el trono de la gracia, se levantaron,
fueron a la estaca, y fueron rodeados con sus cadenas. Para gran sorpresa de
los espectadores, Hudson se deslizó de debajo de sus cadenas y se dirigió al
frente. Prevaleció la idea entre la multitud de que estaba a punto de
retractarse; otros pensaron que quería pedir más tiempo. Mientras tanto, sus
compañeros en la estaca le apremiaron todas las promesas de Dios y con
exhortaciones para sostenerlo.
Pero
las esperanzas de los enemigos de la cruz se vieron frustradas; aquel buen
hombre, lejos de temer el más pequeño terror ante las fauces cada vez más
cercanas de la muerte, estaba sólo alarmado por el hecho de que parecía que la
faz de su Señor se le ocultaba. Cayendo sobre sus rodillas, su espíritu luchó
con Dios, y Dios verificó las palabras de Su Hijo: «Pedid, y recibiréis.» El
mártir se levantó con un gozo extasiado, y exclamó: «¡Ahora, gracias doy a
Dios, estoy fuerte; y no temo lo que me haga el hombre! Con un rostro sereno se
volvió a poner bajo la cadena, uniéndose a sus compañeros de suplicio, y con
ellos sufrió la muerte, para consolación de los piadosos y confusión del
Anticristo.
Berry,
sin sentirse saciado por su diabólica acción, convocó a doscientas personas en
la ciudad de Aylesham, a las que obligó a arrodillarse en Pentecostés ante la
cruz, e infligió otros castigos. Golpeó a un pobre hombre por una palabra sin
importancia, empleando un mayal, golpe que fue mortal. También le dio un
puñetazo tal a una mujer llamada Mice Oxes, al verla entrar en el vestíbulo en
un momento en que él estaba irritado, que la mató. Este sacerdote era rico, y
tenía gran autoridad.
Era
un réprobo, y, como sacerdote, se abstenía del matrimonio, para gozarse tanto
más de una vida corrompida y licenciosa. El domingo después de la muerte de la
Reina María estaba de orgía con una de sus concubinas, antes de las vísperas;
luego fue a la iglesia, administró un bautismo, y se dirigía de vuelta a su
lascivo pasatiempo, cuando fue golpeado por la mano de Dios. Sin tener un
momento de oportunidad para arrepentirse, cayó al suelo, y sólo se le permitió
exhalar un gemido. En él podemos ver la diferencia entre el fin de un mártir y
el de un perseguidor.
LA HISTORIA DE ROGER HOLLAND
En
un cercado retirado cerca de un campo en Islington se había reunido un grupo de
alrededor de cuarenta personas honradas. Mientras se dedicaban religiosamente a
la lectura y exposición de las Escrituras, veintisiete de ellas fueron llevadas
ante Sir Roger Cholmly. Algunas de las mujeres escaparon, y veintidós fueron
llevados a Newgate, quedando en cárcel siete semanas. Antes de ser interrogados
fueron informados por el guarda, Alexander, que lo único que precisaban para
ser liberados era oír Misa.
Por
fácil que pueda parecer esta condición, estos mártires valoraban más la pureza
de sus conciencias que la pérdida de la vida o de sus propiedades; por ello,
trece fueron quemados, siete en Smithfield y seis en Brentwood; dos murieron en
prisión, y los otros siete fueron preservados providencialmente. Los nombres de
los siete que sufrieron en Smithfield eran H. Pond, R. Estland, R. Southain, M.
Ricarby, J. Floyd, J. Holiday, y Roger Holland. Fueron enviados a Newgate el 16
de julio de 1558, y ejecutados el veintisiete.
Este
Roger Holland, un mercader y sastre de Londres, fue primero aprendiz de un
maestro Kempton, en Black Boy en Watling St., dándose a la danza, esgrima, el
juego, los baqueteos y las malas compañías. Una vez recibió para su patrón una
cierta cantidad de dinero, treinta libras, y lo perdió todo jugando a los
dados. Por eso se propuso fugarse al otro lado del mar, bien a Francia, o a
Flandes.
Con
esta decisión, llamó temprano por la mañana a una discreta criada de la casa
que se llamaba Elizabeth, que profesaba el Evangelio, y que vivía una vida
digna de esta profesión. A ella le reveló la pérdida que había sufrido por su
insensatez, lamentando no haber seguido su consejos, y rogándole que le diera a
su amo una nota autógrafa en la que reconocía su deuda, que pagaría si le era
alguna vez posible; también le rogaba que mantuviera secreta su vergonzosa
conducta, para no llevar los cabellos canos de su padre con dolor a una
sepultura prematura.
La
criada, con una generosidad y unos principios cristianos raramente
sobrepasados, consciente de que su imprudencia podría ser su ruina, le dio
treinta libras, que era parte de una suma que recientemente había recibido por
un testamento. «Aquí tienes el dinero que necesitas: toma tú el dinero, y yo me
quedo con la nota; pero con esta expresa condición: que abandones tu vida
lasciva y llena de vicio; que ni jures ni hables obscenamente, y que dejes de
jugar; porque si haces tal cosa, enseñaré de inmediato esta nota a tu patrón.
También
quiero que me prometas asistir a la prédica diaria en todos Santos, y el sermón
en San Pablo cada domingo; que tires todos tus libros papistas, y que en lugar
de ellos pongas el Nuevo Testamento y el Libro de Culto, y que leas las
Escrituras con reverencia y temor, pidiendo a Dios Su gracia para que te dirija
en su verdad. Ora también fervientemente a Dios que perdone tus anteriores
pecados, y que no recuerde los pecados de tu juventud; y que dé Su favor
recibas el temor de quebrantar Sus leyes o de ofender Su majestad.
Así
te guardará Dios y te concederá el deseo de tu corazón.» Tenemos que honrar la
memoria de esta excelente criada, cuyos piadosos esfuerzos estaban igualmente
dirigidos a beneficiar al irreflexivo joven en esta vida y en la venidera. Dios
no permitió que el deseo de esta excelente criada se perdiera en un suelo
estéril; al cabo de medio año el licencioso Holland se transformó en un celoso
confesor del Evangelio, y fue instrumento para la conversión de su padre y de
otros a los que visitó en Lancashire, para consuelo espiritual de ellos y
reforma y salida del papismo.
Su
padre, complacido con su cambio de conducta, le dio cuarenta libras para que
comenzara su negocio en Londres.
Luego
Roger volvió a Londres, y fue a la criada que le había dejado el dinero para
pagar a su patrón, y le dijo: «Elizabeth, aquí está el dinero que me prestaste;
y por la amistad, buena voluntad y buen consejo que he recibido de ti no puedo
pagarte más que haciendo de ti mi esposa. » Y poco después se casaron, lo que
tuvo lugar en el primer año de la Reina María.
Después
de esto permaneció en las congregaciones de los fieles, hasta que fue apresado,
junto con los otros seis mencionados.
Y
después de Roger Holland, nadie más sufrió en Smithfield por el testimonio del
Evangelio; gracias sean dadas a Dios.
FLAGELACIONES ADMINISTRADAS POR BONNER
Cuando
este cruel católico vio que ni las persuasiones, ni las amenazas y la prisión
podían producir alteración alguna en la mente de un joven llamado Thomas
Hinshaw, lo mandó a Fulham, y durante la primera noche lo puso en el cepo, sin
otro alimento que pan y agua. A la mañana siguiente fue a ver si este castigo
había llevado a cabo algún cambio en su mente, pero al ver que no, envió a su
arcediano, el doctor Harpsfield, para conversar con él. El doctor pronto perdió
el humor ante sus contestaciones, lo tildó de rencilloso, y le preguntó si se
daba cuenta de que con tal actitud iba a condenar su alma.
«De
lo que estoy seguro,» le dijo Thomas, «es de que os dedicáis a promover el
tenebroso reino del mal, no el amor a la verdad.» Estas palabras las transmitió
el doctor al obispo, que con una pasión que casi le impedía articular las
palabras, le dijo: «¿Así contestas tú a mi arcediano, chico perverso.? ¡Pues
sabe que voy a domeñarte! » Le trajeron entonces dos ramas de sauce, y haciendo
que el chico, que no opuso resistencia alguna, se arrodillara frente a un largo
banco en una enramada de su jardín, lo azotó hasta que se vio obligado a cesar
por faltarle el aliento y estar agotado. Una de las varas quedó totalmente
destrozada.
Muchos
otros sufrimientos conflictos padeció Hinshaw a manos del obispo; éste, al
final, para eliminarlo, se consiguió falsos testigos que presentaran falsas
acusaciones contra él, todas las cuales el joven negó, y, en resumen, se negó a
responder a ningún interrogatorio que le hicieran. Quince días después de esto,
el joven fue atacado por unas fiebres ardientes, y a petición de su patrón, el
señor Pugson, del patio de la iglesia de San Pablo, fue sacado, no dudando el
obispo que le había procurado la muerte de manera natural; sin embargo,
permaneció enfermo durante más de un año, y durante este tiempo murió la Reina
María, por el cual acto de la Providencia escapó a la furia de Bonner.
John
Willes fue otra fiel persona sobre la que cayeron los azotes de Bonner. Era
hermano de Richard Willes, ya mencionado, que fue quemado en Brentford. Hinshaw
y Willes fueron encerrados juntos en la carbonera de Bonner, y luego llevados a
Fulham, donde él y Hinshaw permanecieron durante ocho o diez días en cepos. El
espíritu perseguidor de Bonner se manifestó en el trato que le propinó a Willes
durante sus interrogatorios, golpeándole frecuentemente en la cabeza con un
palo, agarrándolo por las orejas y golpeándolo debajo del mentón, diciendo que
bajaba la cabeza como un bandido.
Al
no conseguir con esto ningún indicio de retractación, lo llevó a su arboleda, y
allí, bajo una enramada, lo azotó hasta que quedó agotado. Esta cruel ferocidad
la suscitó una respuesta del pobre sufriente, que al preguntársele cuanto
tiempo hacía que no había acudido de rodillas ante el crucifijo, dijo que «no
lo he hecho desde la edad de la razón, ni lo haré aunque me despedacen con
caballos indómitos.» Bonner entonces le mandó que se hiciera la señal de la
cruz sobre la frente, lo cual rehusó hacer, y entonces lo llevó a la arboleda.
Un
día, mientras Willes estaba en el cepo, Bonner le preguntó qué tal le gustaba
su alojamiento y comida «Bien me iría,» repuso él, «tener algo de paja sobre la
que sentarme o echarme.» Justo entonces entró la mujer de Willes, entonces en
avanzado estado de gestación, rogándole al obispo por su marido, y diciéndole
valientemente que pariría allí si no se le permitía a su marido acompañarla a
su propia casa.
Para
librarse de la importunidad de la buena mujer, y de los problemas de una
parturienta en su palacio, le dijo a Willes que hiciera la señal de la cruz y
que dijera: In nomine Patris, et Filli, et Spiritus Sancti, Amén. Willes omitió
la señal, y repitió las palabras: «En nombre del Padre, y del Hijo, y del
Espíritu Santo, Amén.» Bonner quiso que repitiera las palabras en latín, a lo
que Willes no puso objeción, al conocer el significado de las palabras. Luego
le permitió que se fuera a su casa con su mujer, estando encargado su pariente
Robert Rouze de llevarlo a San Pablo al día siguiente, a donde fue por sí
mismo, y firmando un intrascendente documento latino, fue dejado en libertad.
Él era el último de los veintidós apresados en Islington.
EL REV. RICHARD YEOMAN
Este
devoto anciano era vicario del doctor Taylor, en Hadley, y estaba sumamente
calificado para su sagrada función. El doctor Taylor le dejó la vicaría al
irse, pero tan pronto como el señor Newall recibió el cargo depuso al señor
Yeoman, poniendo en su lugar a un sacerdote romanista. Después de esto, el
señor Yeoman fue de lugar en lugar, exhortando a todos los hombres a mantenerse
firmes en la Palabra de Dios, a darse fervorosamente a la oración, con
paciencia para sobrellevar la cruz que ahora se ponía sobre ellos para su
prueba, con valor para confesar la verdad delante de sus adversarios, y con una
esperanza firme para esperar la corona y la recompensa de la dicha eterna. Pero
cuando vio que sus adversarios estaban acosándole, se dirigió a Kent, y con un
pequeño paquete de encajes, agujas, corchetes y otras piezas fue de pueblo en
pueblo, vendiendo estos artículos, y subsistiendo de esta manera y manteniendo
a su mujer y a sus hijos.
Finalmente,
el juez Moile, de Kent, apresó al señor Yeoman, y lo puso en el cepo un día y
una noche; pero, no teniendo nada concreto de qué acusado, lo dejó libre.
Volviendo él en secreto a Hadley, se quedó con su pobre mujer, que lo ocultó en
una cámara del ayuntamiento, llamado el Guildhall, durante más de un año.
Durante este tiempo el buen anciano padre pasaba los días encerrado en una
estancia todo el día, pasando su tiempo en devota oración, en la lectura de las
Escrituras y en cardar la lana que su mujer hilaba. Su mujer también pedía pan
para ella y sus hijos, y con estos precarios medios se sustentaban. Así, los
santos de Dios padecían hambre y miseria, mientras que los profetas de Baal
vivían en banqueteos y eran costosamente agasajados a la mesa de Jezabel.
Al
ser dada información a Newall finalmente de que Yeoman estaba siendo escondido
por su mujer, éste acudió, asistido por soldados, y violentó la estancia donde
estaba el objeto de su búsqueda, en cama con su mujer. Reprochó a la pobre
mujer de ser una ramera, y hubiera arrancado las ropas de la cama de manera
indecente, pero Yeoman resistió tanto este acto de violencia como el ataque
contra el buen carácter de su mujer, añadiendo que desafiaba al Papa y al papismo.
Fue luego sacado fuera y puesto en el cepo hasta que se hizo de día.
En
la jaula en que fue puesto estaba también un anciano llamado John Dale, que
había estado allí tres o cuatro días, por haber exhortado al pueblo durante el
tiempo en que Newall y su vicario estaban celebrando la liturgia. Sus palabras
fueron: «¡Oh guías ciegos y miserables! ¿Vais a ser siempre ciegos guías de
ciegos? ¿No vais a corregiros nunca? ¿No querréis ver la verdad de la Palabra
de Dios? ¿No entrarán en vuestros corazones ni las amenazas ni las promesas de
Dios? ¿No suavizará la sangre de los mártires vuestras pétreas entrañas? ¡Ah,
generación endurecida, de duro corazón, perversa y torcida, a la que nada puede
hacer bien!»
Estas
palabras las pronunció en el fervor de su espíritu contra la supersticiosa
religión de Roma; por ello, Newall lo hizo apresar en el acto, y puesto en el
cepo en una jaula, donde fue guardado hasta que llegó el juez Sir Henry Dolle,
a Hadley.
Cuando
Yeoman fue tomado, el párroco le pidió apremiantemente a Sir Henry Doile que
enviara a ambos a prisión. Sir Henry Doile le pidió igual de apremiante que
considerara la edad de los hombres, y su mísera condición; no eran ni personas
destacadas, ni predicadores; por ello le propuso que los dejara castigados uno
o dos días, y soltarlos, al menos a John Dale, que no era sacerdote, y que por
ello, como había estado ya tanto tiempo en la jaula, consideraba que era ya un
castigo suficiente para su edad. Cuando el párroco oyó esto, montó en cólera, y
fuera de sí de rabia los llamó herejes pestíferos, indignos de vivir en un
estado cristiano.
Temiendo
Sir Henry mostrarse demasiado misericordioso, Yeoman y Dale fueron maniatados,
atados como bandidos con sus piernas bajo los vientres de caballos, y llevados
a la cárcel de Bury, donde fueron cargados de hierros; y debido a que de
continuo reprendían el papismo, fueron metidos en la mazmorra más profunda,
donde John Dale, por la enfermedad carcelaria y los malos tratos, murió poco
tiempo después. Su cadáver fue echado fuera y sepultado en los campos. Murió a
los sesenta y seis años. Su profesión era tejedor, y era buen conocedor de las
Sagradas Escrituras, y firme en su confesión de las verdaderas doctrinas de
Cristo tal como habían sido expuestas en tiempos del Rey Eduardo. Por ellas
padeció prisión y cadenas, y desde esta cárcel terrena partió para estar con
Cristo en la gloria eterna, y el bendito paraíso de la felicidad que no conoce
fin.
Después
de la muerte de Dale, Yeoman fue llevado a la cárcel de Norwich, donde, tras
sufrir un tratamiento muy duro, fue interrogado acerca de su fe, y se le exigió
que se sometiera al santo padre el Papa. «Lo reto (dijo él), y desafió todas
sus detestables abominaciones; no voy a tener nada que ver con él en absoluto.»
Las principales acusaciones de que fue objeto fueron su matrimonio y su rechazo
del sacrificio de la Misa. Al verlo que continuaba firme en la verdad, fue
condenado, degradado y no sólo quemado, sino también muy cruelmente atormentado
en el fuego. Así terminó él esta pobre y mísera vida, y entró en el
bienaventurado seno de Abraham, gozando con Lázaro de aquel reposo que Dios ha
dispuesto para Sus elegidos.
THOMAS BENDRIDGE
El
señor Benbridge era un caballero soltero, en la diócesis de Winchester. Hubiera
podido vivir una vida desahogada, en las ricas posesiones de este mundo; pero
prefirió antes entrar por la estrecha puerta de la persecución a la posesión
celestial de la vida en el Reino del Señor, que gozar de placeres presentes con
la conciencia agitada. Manteniéndose valerosamente frente a los papistas por la
defensa de la sincera doctrina del Evangelio de Cristo, fue prendido como
adversario de la religión romanista, y llevado a ser interrogado ante el obispo
de Winchester, donde sufrió varios conflictos por la verdad contra el obispo y
su colega. Fue por ello condenado, y algún tiempo después conducido al lugar
del martirio por Sir Richard Pecksal, alguacil mayor.
Cuando
llegó a la estaca comenzó a desatarse las lazadas de su ropa y a prepararse;
luego le dio su capa al guarda, a modo de pago. Su justillo llevaba encaje de
oro, y lo dio a Sir Richard Pecksal, el alguacil mayor. Se quitó el gorro de
terciopelo de la cabeza, y lo echó lejos. Luego, elevando su mente al Señor, se
dedicó a la oración.
Cuando
fue encadenado a la estaca, el doctor Seaton le rogó que se retractara, y que
tendría el perdón; pero cuando vio que nada lo movía, le dijo a la gente que no
oraran por él a no ser que quisiera retractarse, como tampoco orarían por un
perro.
Estando
el señor Bendridge, de pie junto a la estaca y con las manos juntas a la manera
en que los sacerdotes las sostienen en el Memento, volvió a dirigirse a él,
exhortándole a que se retractara, y a él le respondió: «¡Fuera, fuera,
Babilonia!» Uno que estaba cerca dijo: «¡Señor, cortadle la lengua!» Otro, un
seglar, lo maldijo peor que lo había hecho el doctor Seaton.
Cuando
vieron que no estaba dispuesto a ceder, mandaron a los atormentadores que
encendieran la pira, antes que quedara cubierta del todo con haces de leña. El
fuego prendió primero en un trozo de su barba, ante lo que no se inmutó. Luego
pasó al otro lado, y prendió en sus piernas y siendo de cuero las medias interiores,
hicieron que sintiera el fuego tanto más intensamente, con lo que el
intolerable dolor le hizo exclamar: «¡Me retracto!, y echó repentinamente el
fuego fuera de él.
Dos
o tres de sus amigos, que estaban al lado, querían salvarlo; se lanzaron al
fuego para ayudar a apagarlo, y por esta bondad fueron encarcelados. El
alguacil, también, de su autoridad, lo sacó de la estaca, y mandó llevado a la
cárcel, por lo que lo que fue mandado a Fleet, y allí estuvo un tiempo. Sin
embargo, antes de ser sacado de la estaca, el doctor Seaton escribió unos
artículos para que los firmara. Pero el señor Benbridge hizo tales objeciones
que el doctor Seaton ordenó que volvieran a poner fuego a la pira. Entonces,
con mucho dolor y tristeza de corazón, firmó los mismos sobre la espalda de un
hombre.
Hecho
esto, le devolvieron su capa, y fue devuelto a la cárcel. Mientras estaba allí,
escribió una carta al doctor Seaton, retractándose de aquellas palabras que
había dicho en la estaca y de los artículos que había firmado, porque se sentía
dolido de haberlos firmado jamás. ¡Que el Señor les de arrepentimiento a sus
enemigos!
LA SEÑORA PREST
Por
la cantidad de personas condenadas en este fanático reinado, es casi imposible
obtener el nombre de cada mártir, ni detallar la historia de cada uno de ellos
con anécdotas y ejemplos de la conducta cristiana. Gracias sean dadas a la
Providencia, nuestra cruel tarea comienza a llegar a su fin, con el fin de este
reinado de terror papal y de derramamiento de sangre. Los monarcas que se sientan
en tronos poseídos por derecho hereditario deberían, más que nadie, considerar
que las leyes de la naturaleza son las leyes de Dios, y que por ello la primera
ley de la naturaleza es la preservación de sus súbditos.
Las
tácticas de persecución, de tortera y de muerte deberían dejarlas a aquellos
que han alcanzado la soberanía por el fraude o la espada; pero, ¿dónde, excepto
entre unos pocos locos emperadores de Roma y los pontífices romanos,
encontraremos a nadie cuya memoria esté tan «maldita a una fama eterna» como la
de la Reina María? Las naciones lloran la hora que los separa para siempre de
un gobernante amado, pero, por lo que respecta a la María, fue la hora más
bendita de todo su reinado.
El
cielo ha ordenado tres grandes azotes por pecados nacionales: la plaga, la
pestilencia y el hambre. Fue voluntad de Dios en el reinado de María de lanzar
un cuarto azote sobre este reino, bajo la forma de persecuciones papistas. Fue
un tiempo angustioso, pero glorioso; el fuego que consumió a los mártires ha
minado el papado; y los estados católicos, actualmente los más fanáticos y
entenebrecidos, son los que se encuentran más bajos en la escala de la dignidad
moral y de la relevancia política. ¡Que así permanezcan, hasta que la pura luz
del Evangelio disipe las tinieblas del fanatismo y de la superstición! Pero
volvamos a nuestro relato.
La
señora Prest vivió durante un tiempo en Comualles, donde tenía a su marido e
hijos, cuyo fanatismo la obligaba a frecuentar las abominaciones de la Iglesia
de Roma. Resolviendo actuar conforme le dictaba su conciencia, los abandonó y
comenzó a ganarse la vida hilando. Después de un tiempo, volviendo a su casa,
fue denunciada por sus vecinos, y llevada a Exeter, para ser interrogada ante
el doctor Troubleville y por su canciller Blackston.
Por
cuanto esta mártir era considerada de inferior inteligencia, la pondremos en
competición con el obispo, para ver quién tenía un mejor conocimiento
conducente a la vida eterna. Al llevar el obispo el interrogatorio a su
desenlace acerca del pan y el vino, que él afirmaba eran carne y sangre, la
señora Prest dijo: «Os preguntaré yo a vos si podéis negar vuestro credo, que
dice que Cristo está perpetuamente sentado a la diestra de Su Padre, en cuerpo
y alma, hasta que vuelva; o que Él está en el cielo como nuestro Abogado, para
interceder por nosotros ante Dios Su Padre. Si es así, Él no está en la tierra
en un trozo de pan.
Si
Él no está aquí, y si no mora en templos hechos con manos, sino en el cielo,
¿qué?, ¿le buscaremos aquí? Si Él no ofreció Su cuerpo una vez para siempre,
¿por qué hacéis otra nueva ofrenda? Si con una ofrenda lo hizo todo a la
perfección, ¿por qué vosotros con una falsa ofrenda lo hacéis todo imperfecto?
Si él debe ser adorado en espíritu y en verdad, ¿por qué adoráis un trozo de
pan? Si Él es comido y bebido en fe y verdad; si Su carne no es provechosa para
estar entre nosotros, ¿por qué decís vosotros que hacéis que Su carne y sangre,
diciendo que es provechosa tanto para el cuerpo como para el alma? ¡Ay! Yo soy
una pobre mujer, pero antes que hacer lo que decís, prefiero no vivir más. He
acabado, señor.»
Obispo.
Tengo que decir que eres una protestante a carta cabal. ¿Puedo preguntarte en
qué escuela te has educado?
Señora
Prest. Los domingos he atendido a los sermones, y en ellos he aprendido las
cosas que están tan dentro de mi pecho que la muerte no las separará.
Ob.
Ah, mujer insensata! ¿Quién malgastará el aliento contigo, o con las que son
como tú? ¿Pero por qué te alejaste de tu marido? Si fueras una mujer honrada,
no habrías dejado a tu marido y a tus hijos, para merodear así por el país como
una fugitiva.
Sra.
P. Señor, he trabajado para vivir; y mi Señor, Cristo, me aconseja que cuando
me persigan en una ciudad, huya a la otra.
Ob.
¿Quién te perseguía?
Sra.
P. Mi marido y mis hijos. Porque cuando hubiera querido que abandonasen la idolatría
y adoraran al Dios del cielo, no me quisieron escuchar, sino que él y sus hijos
me reprendieron y me angustiaron. No huí para hacer de ramera, ni para robar,
sino porque no quería tener parte con él y los suyos del abominable ídolo de la
Misa; y allá donde yo fuera, y tan frecuentemente como pude, en domingos y
festividades, daba excusas por no ir a la iglesia papista.
Ob.
Pues buena mujer eras, huyendo de tu marido y de la Iglesia.
Sra.
P. Quizá no seré una excelente ama de casa; pero Dios me ha dado la gracia de
ir a la verdadera Iglesia.
Ob.
La verdadera Iglesia: ¿qué quieres decir con eso?
Sra.
P. No tu Iglesia papista, llena de ídolos y de abominaciones, sino allí donde
hay dos o tres reunidos en el nombre de Dios, a esta Iglesia iré yo mientras
viva.
Ob.
Parece que quieras tener tu propia iglesia. Bien, que esta mujer sea puesta en
prisión hasta que llamemos a su marido.
Sra.
P. No, yo sólo tengo un marido, que está ya en esta cárcel y en la cárcel
conmigo, y de quien nunca me separaré.
Algunas
personas trataron de convencer al obispo de que ella no estaba en sus cabales,
y se le permitió irse. El guarda de las cárceles del obispo la acogió en su
casa, donde o bien hilaba, trabajando como criada, o bien deambulaba por la
calle, hablando acerca del sacramento del altar. Enviaron a buscar a su marido
para que se la llevara a casa, pero ella rehusó mientras pudiera servir a la
causa de la religión. Era demasiado activa para estar mano sobre mano, y su
conversación, que ellos pensaban era de una simplona, atrajo la atención de
varios sacerdotes y frailes católicos. La acosaban con preguntas, hasta que
enviados por el obispo, y otros de su propia voluntad. Entre estos estaba ella
les respondió con ira, y esto excitó la risa de ellos ante su seriedad.
«No»,
dijo ella, «tenéis más necesidad de llorar que de reír, y de sentiros tristes
de haber nacido, para ser capellanes de esta ramera que es Babilonia. La
desafío a ella y a todas sus falsedades; y apartaos de mí, que sólo hacéis que
turbar mí conciencia. Querríais que siguiera vuestras acciones; antes perderé
mi vida. Os ruego que os vayáis.»
«¿Por
qué, insensata?», dijeron ellos, «Venimos para tu provecho y para salud de tu
alma.» Ella contestó: «¿Qué provecho dais vosotros, que no enseñáis nada más
que mentiras por verdades? ¿Cómo salváis vosotros almas, cuando no enseñáis
nada sino mentiras y destruís almas?»
«¿Cómo
demuestras tú esto?» le dijeron ellos.
«¿Acaso
no destruís vosotros almas cuando enseñáis a la gente a dar culto a ídolos, palos
y piedras, las obras de las manos de los hombres? ¿Y a adorar un dios falso de
vuestra factura, hecho con un trozo de pan, enseñando que el Papa es vicario de
Dios, y que tiene poder para perdonar pecados? ¿Y que hay un purgatorio, cuando
el Hijo de Dios lo ha purificado todo mediante Su sacrificio una vez para
siempre? ¿No enseñáis a la gente a contar sus pecados en vuestros oídos, y
decís que se condenarán si no los confiesan todos, cuando la Palabra de Dios
dice: ¿Quien puede contar sus pecados? ¿No les prometéis treintenas, y
requiems, y Misas por sus almas, y vendéis vuestras oraciones por dinero, y
hacéis que compren perdones, y confiáis en estos insensatos inventos de
vuestras imaginaciones? ¿No actuáis totalmente contra Dios? ¿No nos enseñáis a orar
con rosarios, y a orar a santos, y a decir que ellos pueden orar por nosotros?
¿No hacéis agua bendita y pan bendito para ahuyentar a los demonios? ¿Y no
hacéis millares más de abominaciones? ¿Y aún decís que venís para provecho mío,
para salvar mi alma. No, no, hay uno que me ha salvado. Adiós, vosotros y
vuestra salvación.»
Durante
la libertad que le había sido concedida por el ya mencionado obispo, fue a la
Iglesia de San Pedro, y allí vio a un perito holandés que estaba poniendo
narices nuevas a ciertas bellas imágenes que habían sido desfiguradas durante
el reinado del Rey Eduardo. Entonces le dijo: «¡Qué loco estás, para hacerles
narices nuevas, cuando dentro de pocos días todas perderán la cabeza!» El
holandés la maldijo, y la maltrató duramente de palabra. Y ella le replicó: «Tu
eres maldito, y así también tus imágenes.» El la llamó ramera. «No,» dijo ella,
«sino que tus imágenes son rameras, y vas de ramería; porque ¿no dice Dios:
«vosotros os prostituís tras dioses extraños, figuras de vuestras propias
manos?» y tú eres uno de ellos.» Después de esto se dio orden que fuera
encerrada, y ya no pudo gozar más de la libertad.
Durante
el tiempo de su encarcelamiento, muchos la visitaron, algunos enviados por el
obispo, y otros de su propia voluntad. Entre estos estaba un tal Daniel, un
gran predicador del Evangelio, en los tiempos del Rey Eduardo, por los lugares
de Cornualles y Devonshire, pero que, por la dura persecución sufrida, había
recaído. Ella lo exhortó apremiantemente a que se arrepintiera como Pedro, y a
que fuera más firme en su confesión.
La
señora Walter Rauley y los señores William y John Kede, personas muy
respetables, dieron abundante testimonio de su piadosa conversación, diciendo
que a no ser que Dios hubiera estado con ella, sería imposible que hubiera
podido defender con tanta capacidad la causa de Cristo. La verdad es que, para
recapitular el carácter de esta mujer, unía la serpiente y la paloma, abundando
en la más alta sabiduría con la mayor sencillez. Soportó encarcelamientos,
amenazas, escarnios, y los más viles insultos, pero nada pudo inducirla a
desviarse; su corazón estaba fijo; había echado su anda; y no podían todas las
heridas de la persecución sacarla de la roca en la que estaban erigidas todas
sus esperanzas de dicha.
Tal
era su memoria que, sin haber hecho estudios, podía decir en qué capitulo
estaba cualquier texto de la Escritura; debido a esta singular capacidad, un
tal Gregorio Basset, extremado papista, dijo que estaba loca, y que hablaba
como una cotorra, sin sentido alguno. Al final, tras haber probado sin éxito
todos los medios para hacerla nominalmente católica, la condenaron. Después de
esto, alguien la exhortó a abandonar sus opiniones y a volverse a su casa, a su
familia, por cuanto era pobre y analfabeta. «Cierto es (dijo ella), y aunque no
tengo cultura estoy feliz de ser testigo de la muerte de Cristo, y espero que
no os retardéis ya más conmigo, porque mi corazón está fijado, y nunca diré
nada distinto, ni me volveré a vuestros caminos de superstición.»
Para
oprobio del señor Blackston, tesorero de la iglesia, éste hombre solía mandar a
buscar de la cárcel con frecuencia a esta pobre mártir, para divertirse con
ella tanto él como una mujer que mantenía; le hacía preguntas religiosas, y
ridiculizaba sus respuestas. Hecho esto, la volvía a mandar a su mísera
mazmorra, mientras que él se solazaba con las cosas buenas de este mundo.
Quizá
había algo sencillamente ridículo en la forma de la señora Prest, porque era
baja, gruesa y de unos cincuenta y cuatro años de edad; pero su rostro era
alegre y vivaz, como si preparada para el día de su matrimonio con el Cordero.
Burlarse de su forma era una acusación indirecta contra su Creador, que le dio
la forma que El consideró más idónea, y que le dio una mente muy trascendente a
las dotes fugaces de la carne que perece. Cuando le ofrecieron dinero, lo
rechazó, diciendo: «voy a una ciudad donde el dinero no tiene poder, y mientras
esté aquí, Dios ha prometido alimentarme.»
Cuando
se leyó la sentencia condenándola a las llamas, ella levantó su voz y alabó a
Dios, añadiendo: «Este día he hallado aquello que tanto tiempo había buscado.»
Cuando la tentaron para que se retractara, dijo: «No lo haré; Dios no quiera
que yo pierda la vida eterna por esta vida camal y breve. Nunca me apartaré de
mi esposo celestial a mi esposo terrenal; de la comunión de los ángeles a la de
hijos mortales; y si mi marido e hijos son fieles, entonces yo soy de ellos.
Dios es mi padre, Dios es mi madre, Dios es mi hermana, mi hermano, mi pariente;
Dios es mi amigo, el más fiel.»
Entregada
al alguacil mayor, fue llevada por el oficial al lugar de ejecución, fuera de
las murallas de Exeter, llamado Sothenhey, donde de nuevo los supersticiosos
sacerdotes la asaltaron. Mientras estaban atándola a la estaca, ella exclamaba
de continuo: «¡Dios, ten piedad de mí, pecadora!» Soportando pacientemente el
fuego devorador, quedó reducida a cenizas, y así acabó una vida que no fue
superada en cuanto a una inmutable fidelidad a la causa de Cristo por ningún mártir
precedente.
RICHARD SHARPE, THOMAS BANION Y THOMAS HALE.
El
señor Sharpe, tejedor, fue llevado el nueve de marzo de 1556 delante del doctor
Dalby, canciller de la ciudad de Briston, y después de un interrogatorio
referente al Sacramento del altar, fue persuadido para que se retractara; y en
el veintinueve se le ordenó que pronunciara su retractación en la iglesia
parroquial. Pero apenas si había reconocido su recaída en público que comenzó a
sentir en su conciencia tal tormento que no se sintió capaz de trabajar en su
profesión; por ello, poco tiempo después, un domingo, entró en la iglesia
parroquial, llamada Temple, y después de la Misa mayor se puso en la puerta del
coro, y dijo en voz alta: «¡Vecinos, sed testigos de que este ídolo aquí
(señalando al altar) es el más grande y abominable que jamás haya existido; y
siento haber jamás negado a mi Señor y Dios!»
A
pesar de que los policías recibieron orden de detenerle, se le permitió salir
de la iglesia; pero por la noche fue prendido y llevado a Newgate. Poco
después, negando delante del canciller que el Sacramento del altar fuera el
cuerpo y la sangre de Cristo, fue condenado por el señor Dalby a ser quemado. Y
quemado fue el siete de mayo de 1558, muriendo piadosa y pacientemente, firme
en su confesión de los artículos de fe protestantes.
Con
él sufrió Thomas Hale, un zapatero de Bristol, que fue condenado por el
Canciller Dalby. Estos mártires fueron atados espalda a espalda Thomas Banion,
tejedor, fue quemado el 27 de agosto de aquel mismo año, muriendo por la causa
evangélica de su Salvador.
J.
Corneford, de Wortham; C. browne, de Maidstone; J. Herst, de Ashford; Alice
Snoth y Catherine Knight, una anciana mujer.
Es
con placer que observamos que estos cinco mártires fueron los últimos en
padecer en el reinado de María por la causa protestante; pero la malicia de los
papistas se manifestó en el apresuramiento del martirio de los mismos, que pudo
haberse retardado hasta que se hubiera dado el desenlace de la enfermedad de la
reina. Se informa que el arcediano de Canterbury, pensando que la repentina
muerte de la reina suspendería la ejecución, viajó por la posta desde Londres,
para tener la satisfacción de añadir otra página a la negra lista de los
sacrificios papistas.
Las
acusaciones contra ellos eran, como generalmente, los elementos sacramentales y
la idolatría de inclinarse ante imágenes. Ellos citaban las palabras de San
Juan, «Guardaos de los ídolos», y, con respecto a la presencia real,
apremiaban, según San Pablo, que «las cosas que se ven son temporales.» Cuando
estaba para leerse la sentencia en contra de ellos, y tener lugar la excomunión
en la forma regular, John Corneford, iluminado por el Espíritu Santo, volvió
terriblemente este procedimiento contra ellos, y de una manera solemne e
impresionante, recriminó su excomunión con las siguientes palabras: «En el
nombre de nuestro Señor Jesucristo, el Hijo del Dios Omnipotente, y por el
poder de Su Espíritu Santo, y la autoridad de Su santa Iglesia Católica y
Apostólica, entregamos aquí en manos de Satanás para su destrucción, los
cuerpos de todos estos blasfemos y herejes que mantengan error alguno contra Su
santísima Palabra, o que condenen Su santísima verdad como herejía, para
mantener cualquier falsa o extraña religión, para que por este tu santo juicio,
oh poderosísimo Dios, contra tus adversarios, tu verdadera religión pueda ser
conocida para tu gran gloria y nuestra consolación y la edificación de toda
nuestra nación. Buen Señor, que así sea. Amén.»
Esta
sentencia fue pronunciada en público y registrada, y, como si la Providencia
hubiera decretado que no fuera dada en vano, al cabo de seis días murió la
Reina María, detestada por todos los buenos hombres, y maldecida por Dios.
Aunque
familiarizado con estas circunstancias, la implacabilidad del arcediano excedió
a la de su gran ejemplo, Bonner, que, aunque tenía a varias personas en aquel
tiempo en su poder, no apremió que fueran muertas con premura, dándoles con
este retardo la oportunidad de escapar. Al morir la reina, muchos estaban
encarcelados; otros estaban acabados de apresar; algunos, interrogados, y otros
ya condenados. Lo cierto es que ya había órdenes emitidas para varias quemas,
pero por la muerte de los tres instigadores de los asesinatos de protestantes,
el canciller, el obispo y la reina, que murieron casi al mismo tiempo, las
ovejas condenadas fueron liberadas y vivieron muchos años para alabar al Señor
por su feliz liberación.
Estos
cinco mártires, en la estaca, oraron fervorosamente que su sangre fuera la
última derramada, y no fue vana su oración. Murieren gloriosamente, y consumaron
el número que Dios había seleccionado para dar testimonio a la verdad en aquel
terrible reinado, y sus nombres están escritos en el Libro de la vida. Aunque
fueron los últimos, no estuvieren entre los menores de los santos hechos aptos
para la inmortalidad por medio de la sangre redentora del Cordero.
Catharine
Finlay, alias Knight, fue convertida por su hijo, que le expuso las Escrituras,
lo que obró en ella una gran obra que se consumó con su martirio Alice Snoth,
en la estaca, envió a buscar a su abuela y a su padrino, y les proclamó los
artículos de su fe y los Mandamientos de Dios, convenciendo así al mundo de que
conocía su deber. Murió clamando a los espectadores que fueran testigos de que
era cristiana, y padeció gozosa por el testimonio del Evangelio de Cristo.
WILLIAM FETTY AZOTADO HASTA MORIR
Entre
las innumerables atrocidades cometidas por el inmisericorde e insensible
Bonner, se puede poner el asesinato de este inocente niño como el más horrendo.
Su padre, John Fetty, de la parroquia de Clerkenwell, sastre de profesión,
tenía sólo veinticuatro años, y había hecho una bienaventurada elección; se
había fijado de manera segura en una esperanza eterna, y se confió a Aquel que
edifica de tal manera Su Iglesia que las puertas del infierno no prevalecerán
contra ella. Pero ¡ay!, la misma esposa de su seno, cuyo corazón se había
endurecido contra la verdad, y cuya mente estaba influenciada por los maestros
de la falsa doctrina, se volvió en su acusadora. Brokenbery, papista y párroco
de aquella parroquia, recibió la información de esta traidora Dalila, y como
resultado de ello el pobre hombre fue apresado.
Pera
entonces cayó el terrible juicio de un Dios siempre justo, que es «muy limpio
de ojos... para ver el mal», cayó sobre esta endurecida y pérfida mujer, porque
tan pronto fue arrestado su traicionado marido por su malvada acción, que
repentinamente cayó en un ataque de locura, exhibiendo un ejemplo terrible y
despertador del poder de Dios para castigar a los malvados. Esta terrible
circunstancia tuvo algún efecto sobre los corazones de los impíos cazadores que
habían buscado anhelantes su presa; en un momento de aplacamiento le
permitieron quedarse con su indigna mujer, devolverle bien por mal, y sostener
a dos hijos, que, si él hubiera sido enviado a la cárcel, se habrían quedado
sin protector, o habrían llegado a ser una carga para la parroquia. Como los
malos hombres actúan por motivos mezquinos, podemos atribuir la indulgencia
mostrada a esta última razón.
Hemos
visto en la primera parte de nuestra narración acerca de los mártires a algunas
mujeres cuyo afecto para con sus maridos las llevó incluso a sacrificar sus
propias vidas para preservar a sus maridos; pero aquí, en conformidad con el
lenguaje de las Escrituras, una madre resulta ser en verdad un monstruo de la
naturaleza. Ni el afecto conyugal ni el materno podía ejercer efecto alguno en
el corazón de esta indigna mujer.
Aunque
nuestro afligido cristiano había experimentado tal crueldad y falsedad de parte
de aquella mujer que le estaba sujeta por todos los vínculos humanos y divinos,
sin embargo, con un espíritu manso y paciente le soportó sus malas acciones,
tratando durante su calamidad aliviar su dolencia, y calmándola con todas las
posibles expresiones de ternura. Así, en pocas semanas quedó casi restaurada a
su sano juicio. Pero ¡ ay!, volvió de nuevo a su pecado, «como un perro vuelve
a su vómito.»
La
malignidad contra los santos del Altísimo estaba arraigada en su corazón
demasiado fuertemente para poder ser eliminada; y al volver sus fuerzas,
también con ellas volvió su inclinación a cometer maldad. Su corazón estaba
endurecido por el príncipe de las tinieblas, y a ella se pueden aplicar estas
palabras tan entristecedoras y desalentadoras: «¿Mudará el etíope su piel, y el
leopardo sus manchas? Así también podréis vosotros hacer el bien, estando
habituados a hacer el mal.» Ponderando este texto de manera debida con otro:
«Tendré misericordia del que tendré misericordia», ¿cómo pretenderemos
desvirtuar la soberanía de Dios llamando a Jehová ante el tribunal de la razón
humana, que, en cuestiones religiosas, está demasiado a menudo opuesta por la
sabiduría infinita? «Ancha es la puerta, y espacioso el camino que lleva
perdición, y muchos son los que entran por ella.
Estrecha
es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la
hallan.» Los caminos del cielo son verdaderamente inescrutables, y es nuestro
deber inexcusable caminar siempre en dependencia de Dios, mirándole en humilde
confianza, esperando en Su bondad, y confesando siempre Su justicia; y allí
donde «no podamos comprender, allí aprendamos a confiar». Esta desgraciada
mujer, siguiendo los horrendos dictados de un corazón endurecido y depravado,
apenas si quedó confirmada en su recuperación, que, ahogando los dictados del
honor, de la gratitud y de todo afecto natural, de nuevo volvió a denunciar a
su marido, que fue una vez más apresado, y llevado ante Sir John Mordant,
caballero y uno de los comisionados de la Reina María.
Tras
su interrogatorio, encontrándolo su juez firme en sus opiniones, que militaban
contra las abrigadas por la superstición y sustentadas por la crueldad, lo
sentenció a encierro y tortura en la Torre de los Lolardos. Allí lo pusieron en
un doloroso cepo, y junto a él pusieron un plato de agua con una piedra dentro,
sólo Dios sabiendo con qué propósito, a no ser que fuera para mostrar que no
debía esperar otro alimento, cosa bien creíble si consideramos sus prácticas
semejantes contra otros antes mencionados en esta narración; corno, entre
otros, contra Richard Smith, que murió bajo su cruel encarcelamiento; entre
otros detalles de crueldad se da que cuando una mujer piadosa fue a pedirle al
doctor Story permiso para enterrarlo, éste le pregunto a la mujer si había
alguna paja o sangre en el cadáver de Smith; pero dejo a juicio de los sabios
qué era lo que quería decir con esto.
El
primer día de la tercera semana de los sufrimientos de nuestro mártir, se le
presentó algo ante su vista que le hizo ciertamente sentir sus tormentos con
toda su intensidad, y execrar, con una amargura justo deteniéndose para no
maldecir, a la autora de su desgracia. Observar y castigar los procedimientos
de sus atormentadores queda para el Altísimo, que ve la caída de un pajarillo,
y en cuya santa Palabra está escrito: «Mía es la venganza; yo daré el pago.» Esto
que vio fue su propio hijo, un niño a la tierna edad de ocho años.
Durante
quince días su impotente padre había estado suspendido por su atormentador por el
brazo derecho y la pierna izquierda, y a veces por ambos miembros, cambiándole
la posición con el propósito de darle fuerzas para soportar y alargar sus
sufrimientos. Cuando el inocente chiquillo, deseoso de ver a su padre y de
hablar con él, le pidió ver a Bonner para pedirle permiso, al preguntarle el
capellán del obispo cuál era el propósito de su visita, dijo que quería ver a
su padre. «¿Quién es tu padre?» le preguntó el capellán. «John Felly», contestó
el chiquillo, señalando al mismo tiempo el lugar en el que estaba encerrado.
«¡Pero tu padre es un hereje!» Este pequeño, con gran valor, le contestó, con
una energía suficiente para despertar admiración en cualquier pecho, excepto en
el de este miserable insensible y carente de principios, y tan bien dispuesto a
ejecutar los caprichos de una reina sin conciencia: «Mi padre no es un hereje:
Tú tienes la marca de Balaam.»
Irritado
por un reproche tan correctamente aplicado, el indignado y mortificado
sacerdote ocultó su resentimiento por un momento, y se llevó al atrevido chico
a la casa, donde, teniéndolo seguro, lo entregó a otros, que, tan bajos y
crueles como él, lo desnudaron y le azotaron con sus látigos con tanta
violencia que, desmayando él bajo los azotes infligidos a su tierno cuerpo, y
cubierto por la sangre que manaba de sus llagas, estaba a punto de expirar
víctima de este duro e inmerecido castigo.
En
este estado, sangrando y desmayado, fue llevado delante de su padre este
sufriente niño, cubierto sólo con una larga camisa, por uno de los actores de
la horrenda tragedia, el cual, mientras exhibía aquel espectáculo que partía el
corazón, empleaba los más viles escarnios, y se gozaba en lo que había hecho.
El leal pequeño, como recuperando fuerzas ante la vista de su padre, le imploró
de rodillas su bendición. «¡Ah, Will,» le dijo el afligido padre, temblando de
horror, «¡Quién te ha hecho esto, a ti! » El inocente muchacho le contó las
circunstancias que lo llevaron al implacable correctivo que le había sido
infligido con tanta bajeza; pero cuando repitió la reprensión que le había
dicho al capellán, y que fue ocasionada por su indómito espíritu, fue arrancado
de su padre, que estaba desecho en llanto, y vuelto a llevar a la casa, donde
quedó preso y estrechamente vigilado.
Bonner,
sintiendo un cierto temor de que lo que había hecho no podría ser justificado
ni entre los más sangrientos mastines de su voraz manada, concluyó en su
tenebrosa y malvada mente liberar a John Fetty, al menos por un tiempo, de los
rigores que estaba sufriendo en la gloriosa causa de la eterna verdad. Si, su
brillante recompensa está fijada más allá de los límites del tiempo, dentro de
los confines de la eternidad, allí donde la saeta del malvado no puede herir,
allí «donde no habrá más dolores para los bienaventurados, que, en la mansión
de gloria eterna, al Cordero para siempre glorificarán.»
Por
ello, fue liberado por orden de Bonner (¡qué desgracia para toda dignidad,
decirle obispo!) de sus dolorosas cadenas, y llevado de la Torre de los
Lolardos a la estancia de aquel impío e infame carnicero, donde encontró al
obispo calentándose delante de un gran fuego. Al entrar en la estancia, Fetty
dijo: «¡Dios sea aquí y paz!» «Dios sea aquí y paz (dijo Bonner), ¡esto no es
ni Dios os guarde, ni buenos días!» «Si echáis coces contra esta paz (dijo
Fetty), no es éste el lugar que busco.»
Un
capellán del obispo, que estaba junto a él, le dio la vuelta al pobre hombre, y
pensando escarnecerle, dijo, con tono burlón: «¡Qué tenemos aquí: un bufón!»
Estando así Fetty en la estancia del obispo, observó, colgando cerca de la cama
del obispo, un par de grandes rosarios de cuentas negras, por lo que dijo:
«¡Señor, creo que el verdugo no está muy lejos, porque la soga (dijo, señalando
a los rosarios) ya está aquí! » Al oír estas palabras, el obispo se enfureció
de manera inexpresable. De inmediato observó también, de pie en la estancia del
obispo, un pequeño crucifijo. Le preguntó al obispo qué era, y le contestó que
era Cristo. «¿Y fue maltratado tan cruelmente como aparece aquí?», le preguntó
Fetty. «Si, así fue», le dijo el obispo. «¡Y así de cruelmente vos trataréis a
los que caigan en vuestras manos, porque vos sois para el pueblo de Dios como
Caifás fue para Cristo!»
El
obispo, montando en cólera, le dijo: «¡Tú eres un vil hereje, y te quemaré, o
perderé todo lo que tengo, hasta mi casulla.» «No, señor (le dijo Felly), más
bien haríais en dársela a algún pobre, para que ore por vos.» Bonner, a pesar
de la ira que sentía, que fue tanto más intensificada por la calma y por las
agudas observaciones de este sagaz cristiano, consideró más prudente despedir
al padre, por causa del niño casi asesinado. Su cobarde alma temblaba por las
consecuencias que pudieran desprenderse de ello; el miedo es inseparable de las
mentes mezquinas, y este sacerdote rollizo y cobarde experimentó los efectos de
este medio hasta tal punto que le indujo a asumir la apariencia de aquello a lo
que era totalmente ajeno: de Misericordia.
El
padre, despedido por el tirano Bonner, fue a su casa con el corazón oprimido,
con su hijo moribundo, que no sobrevivió muchos días a los crueles tratos
sufridos.
¡Cuán
contraria a la voluntad del gran Rey y Profeta, que enseñó con mansedumbre a
Sus seguidores, era la conducta de este maestro falso y sanguinario, de este
vil apóstata de su Dios a Satanás! Pero el diablo se había apoderado de su
corazón, y conducía cada acción de aquel pecador a quien había endurecido;
éste, entregado a una terrible destrucción, corría la carrera de los malvados,
marcando sus pasos con la sangre de los santos, como si anhelara alcanzar la
meta de la muerte eterna.
LA LIBERACIÓN DEL DOCTOR SANDS
Este
eminente prelado, vicecanciller de Cambridge, aceptó predicar, con muy pocas
horas de aviso, delante del duque y de la universidad, a petición del duque de
Northumberland, cuando éste vino a Cambridge en apoyo de la pretensión de Lady
Jane Gray. El texto que tomó fue el que se le presentó al abrir la Biblia, y no
hubiera podido escoger uno más apropiado, los tres últimos versículos de Josué.
Así como Dios le dio el texto, así también le dio tan orden y poder de palabra
que suscitó las más vivas emociones en sus oyentes. El sermón estaba a punto de
ser enviado a Londres para ser impreso, cuando llegaron noticias de que el
duque había vuelto y que había sido proclamada la Reina María.
El
duque fue inmediatamente arrestado, y el doctor Sands fue obligado por la
universidad a dimitir de su cargo. Fue arrestado por orden de la reina, y
cuando el señor Mildmay se preguntó cómo era que un hombre tan erudito se
atrevía a ponerse voluntariamente en peligro y a hablar contra una princesa tan
buena como María, el doctor contestó: «Si yo fuera a hacer como ha hecho el
señor Mildmay, no tendría que temer ninguna cárcel. El vino armado contra la
Reina María; antes, un traidor, ahora un gran amigo de ella. No puedo yo con la
misma boca soplar frío y caliente de esta manera.»
Siguió
un saqueo general de las propiedades del doctor Sand, y fue llevado luego a
Londres montado en un jamelgo. Tuvo que soportar varios insultos por el camino,
provenientes de católicos fanáticos, y al pasar por la calle de Bishopsgate,
cayó al suelo por una pedrada que le lanzaron. Fue el primer prisionero que
entró en la Torre, en aquellos tiempos, por causas religiosas. Le admitieron
que entrara su Biblia, pero le quitaron sus camisas y otros artículos.
El
día de la coronación de María, las puertas de la cárcel estaban tan mal
guardadas que era fácil escapar. Un verdadero amigo, el señor Mitchell, fue a
verlo, le dio sus propios vestidos como disfraz, y se mostró dispuesto a
quedarse en su lugar. Este era un ejemplo extraordinario de amistad; pero él
rehusó esta oferta, diciéndole: «No tengo conocimiento de ninguna causa por la
que tenga que estar en la cárcel. Hacer esto me haría doblemente culpable.
Esperaré el beneplácito de Dios, pero me considero un gran deudor vuestro»; así
se fue el señor Mitchell.
Con
el doctor Sands estaba encarcelado el señor Bradford; fueron custodiados en la
cárcel, estrechamente, durante veintinueve semanas. El guardián, John Fowler,
era un perverso papista, y sin embargo, tanto le persuadieron, que al final
comenzó a favorecer el Evangelio, y quedó tan persuadido de la verdadera
religión que un domingo, cuando celebraban Misa en la capilla, el doctor Sands
administró la Comunión a Bradford y a Fowler. Así, Fowler devino el hijo de
ellos engendrado en prisiones. Para hacer sitio Wyat y a sus cómplices, el
doctor Sands y otros nueve predicadores fueron enviados a Marshalesa.
El
guarda de Marshalesa designó a un hombre para cada predicador, para que lo
condujera por la calle; les hizo ir delante, y él y el doctor Sands siguieron,
conversando juntamente. Para este tiempo, el papismo comenzaba a ser impopular.
Después de haber pasado el puente, el guarda le dijo al doctor Sands. «Veo que
gentes vanas quisieran echaros al fuego. Vos sois tan vano como ellos sí,
siendo joven, os mantenéis en vuestra propia arrogancia, y preferís vuestra
propia opinión a la de tantos dignos prelados, ancianos, eruditos y serios
hombres como hay en este reino. Si es así, veréis que soy un guarda severo, y
que aborrece totalmente vuestra religión.» El doctor Sands contestó: «Sé que
soy joven, y que mi conocimiento es pequeño; me basta con conocer a Cristo
crucificado, y nada ha aprendido el que no ve la gran blasfemia que hay en el
papismo.
A
Dios me rendiré, y no a los hombres; en las Escrituras he leído acerca de
muchos guardas piadosos y corteses: ¡que Dios te haga uno de ellos! Y si no,
espero que El me dé fuerza y paciencia para soportar vuestros malos tratos.»
Luego le dijo el guarda: «estáis resuelto a manteneros en vuestra religión?»
«Si,» dijo el doctor, «¡por la gracia de Dios!» «La verdad,» dijo el guarda,
«me gustáis tanto más por esto; sólo os probaba; contad con todo favor de que
os pueda hacer objeto; y me consideraré feliz si puedo morir en la estaca con
vosotros.»
Y
cumplió su palabra, porque confió en el doctor, dejándole pasear sólo por los
campos, donde se encontró con el señor Bradford, que también estaba preso a
disposición del tribunal real, y que había conseguido el mismo favor de su
guarda. Por su petición, puso al señor Sands junto con él, para ser su
compañero de celda, y la Comunión fue administrada a un gran número de
comunicantes.
Cuando
Wyat llegó con su ejército a Southwark, ofreció liberar a todos los
protestantes encarcelados, pero el doctor Sands y el resto de los predicadores
rehusaron aceptar la libertad bajo tales condiciones.
Después
que el doctor Sands hubo estado preso nueve meses en la cárcel de Marshalesa,
fue puesto en libertad por mediación de Sir Thomas Holcroft, caballero
mariscal. Aunque el señor Holcroft tenía la orden de la reina, el obispo le
había mandado que no pusiera en libertad al doctor Sands hasta que hubiera
recibido fianza de dos caballeros con él, obligándose cada uno de ellos por 500
libras esterlinas, de que el doctor Sands no se ausentaría de] reino sin
permiso para ello. El señor Holcroft se vio de inmediato con dos caballeros del
norte, amigos y primos del doctor Sands, que ofrecieron pagarle la fianza.
Después
de comer, aquel mismo día, Sir Thomas Holcroft mandó que trajeran al doctor
Sands a su casa en Westminster, para decirle todo lo que había hecho. El doctor
Sands le respondió: «Doy gracias a Dios, que ha movido vuestro corazón a
tenerme tal consideración, por lo que me considero obligado a vos. Dios os lo
pagará, y yo mismo no os seré ingrato. Pero como me habéis tratado
amistosamente, yo también os seré franco. Vine libre a la cárcel; no saldré
ligado. Como no puedo ser de beneficio alguno a mis amigos, tampoco les seré
para daño. Y si soy puesto en libertad, no me quedaré seis días en este reino,
si puedo irme. Por ello, si no puedo irme libre, enviadme de nuevo a Marshalesa,
y allí estaréis seguro de mi.»
Esta
respuesta disgustó mucho al señor Holcroft; pero le contestó como un verdadero
amigo: «Siendo que no podéis ser cambiado de postura, yo cambiaré mi propósito,
y cederé ante vos. Pase lo que pase, os pondré en libertad; y viendo que tenéis
deseo de atravesar el mar, id tan rápido como podáis. Una cosa os pido, que
mientras estéis allí, no me escribáis nada, porque esto podría ser mi
destrucción.»
El
doctor Sands, despidiéndose afectuosamente de él y de sus otros amigos
encarcelados, se fue. Se fue por la casa de Winchester, y desde allí tomó una
barca y se dirigió a casa de un amigo en Londres, llamado William Banks,
quedándose allí una noche. A la noche siguiente fue a casa de otro amigo, y
allí supo que estaba siendo intensamente buscado, por orden expresa de
Gardiner.
El
doctor Sands se dirigió entonces de noche a casa de un hombre llamado Berty, un
extraño que estuvo con él en la cárcel de Marshalesa por un tiempo. Era un buen
protestante, y vivía en Maik-lane. Allí estuvo seis días, y luego se fue a casa
de uno de sus conocidos en Com-hill. Hizo que este conocido, Quinton, le
suministrara dos caballos, habiendo decidido irse, por la mañana, a Essex, a
casa de su suegro el señor Sands, donde estaba su mujer, lo que llevó a cabo
tras haber escapado con dificultad a ser apresado. No había estado allí dos
horas antes que le fuera dicho al señor Sands que dos guardas arrestarían
aquella noche al doctor Sands.
Aquella
noche el doctor Sands fue llevado a la granja de un honrado granjero, cerca del
mar, donde se quedó dos días y dos noches en una estancia sin compañía alguna.
Después de haber pasado a casa de un tal James Mower, patrón de barco que vivía
en Milton-Shore, donde esperó un viento favorable para ir a Flandes. Mientras
estaba allí, James Mower le trajo cuarenta o cincuenta marineros, a los que les
dio una exhortación; le tomaron tanto aprecio, que prometieron morir antes que
permitir que fuera apresado.
El
sexto de mayo, domingo, el viento fue favorable. Al despedirse de su
hospedadora, que había estado casada ocho años sin tener ningún niño, le dio un
hermoso pañuelo y un viejo real de oro, y le dijo: «Consuélate; antes que haya
pasado un año entero, Dios te dará un hijo, un niño.» Y esto se cumplió, porque
doce meses menos un día después, Dios le dio un hijo.
Apenas
si había llegado a Amberes que supo que el Rey Felipe había dado orden que
fuera prendido. Huyó entonces a Augsburgo, en Cleveland, donde el doctor Sands
se quedó catorce días, viajando a continuación a Estrasburgo, donde, tras haber
vivido allí un año, su mujer llegó para estar con él. Estuvo enfermo de un
flujo durante nueve meses, y tuvo un hijo que murió de la peste. Su amante
esposa finalmente cayó enferma de una consunción, y murió en sus brazos. Cuando
su mujer estuvo muerta, fue a Zurich, y estuvo en casa de Peter Martyr por
espacio de cinco semanas.
Sentados
un día comiendo, les llevaron de repente la noticia de que la Reina María había
muerto, y el doctor Sands fue llamado por sus amigos en Estrasburgo, donde
predicó. El señor Grindal y él se dirigieron a Inglaterra, y llegaron a Londres
el mismo día de la coronación de la Reina Elizabeth. Este fiel siervo de Cristo
ascendió, bajo la reina Elizabeth, a la más alta distinción en la Iglesia,
siendo sucesivamente obispo de Worcester, obispo de Londres y arzobispo de York.
EL TRATO DISPENSADO POR LA REINA MARÍA A SU HERMANA, LA PRINCESA
ELIZABETH
La
preservación de la Princesa Elizabeth puede ser considerada como un ejemplo
notable de la vigilante mirada de Cristo sobre Su Iglesia. El fanatismo de María
no tenía consideración para con los lazos de consanguinidad, de los afectos
naturales ni de la sucesión nacional. Su mente, físicamente lenta, estaba bajo
el dominio de hombres que no poseían bondad humana, y cuyos principios estaban
sancionados y mandados por los dogmas idolátricos del romano pontífice. Si
hubieran podido prever la corta duración del reinado de María; habrían teñido
sus manos con la sangre protestante de Elizabeth, y, como sine qua non de la
salvación de la reina, la habrían ahogado a ceder el reino a algún príncipe
católico.
La
resistencia ante tal cosa habría ido acompañada de todos horrores de una guerra
civil religiosa, y se habrían sentido en Inglaterra calamidades similares a las
de Francia bajo Enrique el Grande, a quien la Reina Elizabeth ayudó en su
oposición a sus súbditos católicos dominados por los sacerdotes. Como si la
Providencia tuviera a la vista el establecimiento perpetuo de la fe
protestante, debe observarse la diferencia de la duración de los dos reinados.
María podría haber reinado muchos años en el curso de la naturaleza, pero el
curso de la gracia lo dispuso de manera distinta. Cinco años y cuatro meses fue
el tiempo dado a este débil y desgraciado reinado, mientras que el reinado de Elizabeth
está entre los más duraderos de todos los que jamás haya visto el trono inglés:
casi nueve veces el de su inmisericorde hermana.
Antes
que María llegara a la corona, trató a Elizabeth con bondad fraternal, pero
desde aquel momento se alteró su conducta, y se estableció la distancia más
imperiosa. Aunque Elizabeth no tuvo parte alguna en la rebelión de Sir Thomas
Wyat, fue sin embargo prendida y tratada como culpable de aquella rebelión. La
forma en que tuvo lugar su arresto fue semejante a la mente que la había
dictado; los tres ministros del gabinete a los que ella designó para que
tuvieran cuidado del arresto entraron descortésmente en su dormitorio a las
diez de la noche, y, aunque estaba sumamente enferma, a duras penas se les pudo
convencer para que la dejaran descansar hasta la siguiente mañana. Su
debilitado estado la permitió ser llevada sólo en cortas etapas en su largo
viaje a Londres, pero la princesa, aunque afligida en su persona, tuvo un
consuelo que su hermana jamás podría comprar: las gentes por en medio de las que
pasaba por el camino se compadecían de ella, y oraban por su preservación.
Al
llegar a la corte, fue constituida presa durante dos semanas, vigilada
estrechamente, sin saber quién era su acusador, ni ver a nadie que pudiera
consolarla o aconsejarla. Sin embargo, la acusación fue finalmente desvelada
por Gardiner, que, con diecinueve miembros del Consejo, la acusó de instigar la
conspiración de Wyat, lo que ella afirmó religiosamente ser falso. Al fracasar
en esto, presentaron contra ella sus tratos con Sir Peter Carew en el oeste, en
lo que tampoco tuvieron éxito. La reina intervino ahora manifestando que era su
voluntad que fuera encerrada en la Torre, paso éste que abrumó a la princesa
con el mayor temor e inquietud. En vano abrigó la esperanza de que su majestad
la reina no la enviara a tal lugar; pero no podía esperar indulgencia alguna;
el número de sus asistentes sus asistentes quedó limitado, y se designaron cien
soldados norteños para guardarla día y noche.
El
Domingo de Ramos fue llevada a la Torre. Cuando llegó al jardín del palacio,
miró arriba hacia las ventanas, esperando ver los de la reina, pero se vio
desengañada. Se dio estricta orden en Londres de que todos fueran a la iglesia
y llevaran palmas, para que pudiera ser conducida a su prisión sin protestas ni
muestras de compasión.
Al
pasar bajo el Puente de Londres, la bajada de la marea hizo muy peligrosa la
travesía, y la barcaza se trabo durante un tiempo con un espolón del puente.
Para mortificaría aún más, la hicieron desembarcar en la Escalera de los
Traidores. Como llovía intensamente, y se veía obligada a poner los pies en el
agua para llegar a la ribera, vaciló; pero ello no suscitó ninguna cortesía en
el caballero que la atendía. Cuando puso sus pies en los escalones, exclamó:
«Aquí, aunque presa, desembarco como la más leal súbdita que jamás llegó a
estos escalones; ¡y lo digo ante Ti, oh Dios, no teniendo otro amigo que Tú!.
Un
gran número de guardianes y siervos de la Torre fueron dispuestos en orden,
para que la princesa pasara entre ellos. Al preguntar para qué era aquella
parada, se le informó que era la costumbre. Ella dijo: «Si están aquí por mí,
os ruego que sean excusados.» Al oír esto, los pobres hombres se arrodillaron,
y oraron que Dios preservara a su Gracia, por lo cual fueron al día siguiente
expulsados de sus cargos. Esta trágica escena debe haber sido profundamente
interesante: ver una princesa amable e irreprochable enviada como un cordero,
para languidecer en la expectativa de crueles tratos y muerte, y contra la que
no había otros motivos que su superioridad en virtudes Cristianas y capacidades
adquiridas. Sus acompañantes lloraban abiertamente mientras ella se dirigía con
un andar digno hacia las trágicas almenas de su destino. «¿Qué queréis decir
con estas lágrimas?», dijo Elizabeth: «Os he traído para consolarme, no para
desalentarme; porque mi verdad es tal que nadie tendrá motivos para llorar por mí.»
El
siguiente paso de sus enemigos fue procurarse evidencias por medios que en
nuestros días se consideran execrables. Muchos pobres presos fueron sometidos
al potro de tormento para extraerles, si fuera posible, cualquier tipo de
acusación que pudiera ser susceptible de condenarla a muerte, y con ello
satisfacer la sanguinaria disposición de Gardiner. Él mismo fue a interrogarla,
acerca de su mudanza desde su casa en Ashbridge al castillo de Dunnington hacia
ya mucho tiempo. La princesa había olvidado totalmente este insignificante
acontecimiento, y Lord Arundel, después del interrogatorio, arrodillándose, se
excusó por haberla molestado en cuestión tan trivial. «Me ponéis estrechamente
a prueba», contestó la princesa, «pero de esto estoy segura: que Dios ha puesto
límite a vuestros procedimientos; que Dios os perdone a todos.»
Sus
propios caballeros, que debieran haber sido sus administradores y haberla
provisto de sus cosas necesarias, fueron obligados a ceder sus puestos a los
soldados comunes, a las órdenes del alcalde de la Torre, que era en todos los
respectos un servil instrumento de Gardiner; sin embargo, los amigos de su
Gracia obtuvieron una orden del Consejo que reguló esta mezquina tiranía más a
satisfacción de ella.
Después
de haber pasado un mes entero en prisión estricta, envió una comunicación al
lord chambelán y a Lord Chandois, a quienes les informó del mal estado de su
salud por falta de aire libre y de ejercicio. Hecha la solicitud el Consejo se
le permitió a regañadientes a Elizabeth poder pasearse por las estancias de la
reina, y luego en el jardín, momento en el que los prisioneros en aquel lado
eran acompañados por sus guardas, sin permitírseles contemplarla. También se
excitaron sus celos por un niño de cuatro años, que a diario le llevaba flores
a la princesa. El niño fue amenazado con recibir azotes, y se ordenó al padre
que lo tuviera alejado de las estancias de la princesa.
El
día cinco de mayo, el alcalde fue depuesto de su cargo, y Sir Henry Benifield
fue designado en su lugar, acompañado de cien soldados vestidos de azul, de
torva apariencia. Esta medida suscitó gran alarma en la mente de la princesa,
que se imaginó que estos eran preparativos conducentes a sufrir la misma suerte
que Lady Jane Gray y en el mismo tajo. Recibiendo seguridades de que no había
tal proyecto en marcha, le vino a la mente el pensamiento de que el nuevo
alcalde de la Torre estaba encargado de acabar con ella secretamente, por
cuanto su carácter equivoco armonizaba con la feroz inclinación de aquellos por
los que había sido designado.
Luego
se rumoreó que su Gracia iba a ser llevada fuera de allí por el alcalde y sus
soldados, lo que finalmente resultó cierto. Vino una orden del Consejo para que
fuera trasladada a la casa señorial Woodstock, lo que tuvo lugar el domingo de
Trinidad, 13 de mayo, bajo la autoridad de Sir Henn' Benificld y de Lord Tame.
La causa ostensible de su traslado fue dar lugar a otros presos. Richmond fue
el primer lugar donde se detuvieron, y aquí durmió la princesa, aunque no sin
mucho temor al principio, porque sus propios criados fueron sustituidos por los
soldados, que fueron puestos como guardas a la puerta de su estancia. Por las
quejas presentadas, Lord Tame anuló este indecoroso abuso de autoridad, y le
concedió perfecta seguridad mientras estuvo bajo su custodia.
Al
pasar por Windsor vio a varios de sus pobres y abatidos siervos que esperaban
verla. «Ve a ellos,» le dijo a uno de sus asistentes, «y diles de mi parte
estas palabras: tanquim ovis, esto es, como oveja al matadero.»
A
la mañana siguiente, su Gracia se alojó en casa de un hombre llamado Mr.
Dormer, y encaminándose a ella, la gente le hizo tales muestras de leal afecto
que Sir Henry se sintió indignado, y los trató abiertamente de rebeldes y
traidores. En algunos pueblos lanzaban las campanas al vuelo, imaginando que la
llegada de la princesa entre ellos era por causas muy distintas; pero esta
inocente demostración de alegría fue suficiente para que el perseguidor
Benifield ordenara a sus soldados que apresaran a estas gentes humildes y las
pusieran en el cepo.
Al
día siguiente, su Gracia llegó a casa de Lord Tame, donde se quedó toda la
noche, y fue muy noblemente agasajada. Esto excitó la indignación de Sir Henry,
y le llevó a advertir a Lord Tame que considerara bien su manera de actuar;
pero la humanidad de Lord Tame no era de las que se dejaban atemorizar, y le
dio una réplica adecuada. En otra ocasión, este oficial pródigo, para mostrar
su mala catadura y su menosprecio de la cortesía, fue a una estancia que había
sido preparada para su Gracia con una silla, dos cojines y una alfombra,
sentándose allí presuntuosamente, y llamando a uno de sus hombres para que le
quitara las botas.
Tan
pronto como lo supieron las damas y los caballeros de la princesa, lo
ridiculizaron escarneciéndole. Cuando terminó la cena, él llamó al señor de la
casa, y ordenó que todos los caballeros y las damas se fueran a sus casas,
asombrándose mucho de que permitiera una tan gran compañía, considerando el
grave encargo que le había sido encomendado. «Sir Henry,» dijo su señoría, «daos
por satisfecho; evitaremos tanta compañía, incluyendo la de vuestros hombres.»
«No,» dijo Sir Henry, «sino que mis soldados vigilarán toda la noche.» Lord
Tame replicó: «No hay necesidad.» «Bueno,» dijo el otro, «haya necesidad o no,
lo harán.»
Al
siguiente día, su Gracia emprendió viaje desde allí a Woodstock, donde fue
encerrada, como antes en la Torre de Londres, guardándola los soldados dentro y
fuera de las murallas, cada día, en número de sesenta; y durante las noches
hubo cuarenta durante todo el tiempo de su encarcelamiento.
Al
final se le permitió pasear por los jardines, pero bajo las más severas
restricciones, guardando las llaves el mismo Sir Henry, guardándola siempre
bajo muchas cerraduras y cerrojos, lo que la indujo a llamarlo su carcelero, a
lo que se sintió él ofendido, y le rogó que usara la palabra oficial. Después
de muchos ruegos al Consejo, obtuvo permiso para escribir a la reina; pero el
carcelero que le trajo pluma, tinta y papel se quedó junto a ella mientras
escribía, y, al irse, se volvió a llevar estos artículos hasta que volvieran a
ser necesarios. También insistió en llevar la carta él mismo a la reina, pero Elizabeth
no admitió que él fuera el portador, y fue presentada por uno de sus
caballeros.
Después
de la carta, los doctores Owen y Wendy visitaron a la princesa, porque su
estado de salud hacia precisa la asistencia médica. Se quedaron con ella cinco
o seis días, tiempo en el que ella mejoró mucho; luego volvieron a la reina, y
hablaron aduladoramente de la sumisión y humildad de la princesa, ante lo que
la reina pareció conmoverse; pero los obispos exigían una admisión de que había
ofendido a su majestad. Elizabeth rechazó esta forma indirecta de reconocerse
culpable. «Si he delinquido,» dijo ella, «y soy culpable, no pido misericordia,
sino la ley, que estoy segura que ya habría sufrido hace tiempo si se hubiera
podido probar nada contra mi; desearía estar igual de libre del peligro de mis
enemigos; entonces no estaría encerrada y encerrojada tras murallas y
puertas.».
En
aquel tiempo se habló mucho de la idoneidad de unir la princesa con algún
extranjero, para que pudiera irse del reino con una porción apropiada. Uno de
los del Consejo tuvo la brutalidad de proponer la necesidad de decapitarla si
es que el rey Felipe quería tener el reino en paz; pero los españoles,
aborreciendo una idea tan mezquina, contestaron: «¡Dios no quiera que nuestro
rey y señor consienta a tan infame proceder!» Estimulados por un principio de
nobleza, los españoles apremiaron desde entonces al rey en el sentido de que
sería para más honra suya liberar a Lady Elizabeth, y el rey no fue insensible
a tal petición.
La
sacó de prisión, y poco después fue enviada a Hampton Court. Se puede observar
aquí, de pasada, que la falacia de los razonamientos humanos se hace evidente a
cada paso. El bárbaro que propuso la acción política de decapitar a Elizabeth
poco se esperaba el cambio de condición que sus palabras iban a propiciar. En
su viaje desde Woodstock, Benifieid la trató con la misma dureza que antes,
haciéndola viajar un día de tempestad, y no permitiendo que su vieja criada,
que había venido a Colnbrook, donde durmió una noche, pudiera hablar con ella.
Quedó
guardada y vigilada durante dos semanas de manera estricta antes que nadie
osara hablar con ella; al final, el vil Gardiner acudió, con tres más del
Consejo, con gran sumisión. Elizabeth lo saludó con la observación de que había
estado mantenida durante mucho tiempo en prisión incomunicada, y le rogó que
intercediera delante del rey y de la reina para que la libraran de este
encierro. La visita de Gardiner tenía el propósito de obtener de la princesa
una confesión de culpabilidad; pero ella se guardó contra sus sutilezas,
añadiendo que antes de admitir haber hecho nada malo se quedaría en prisión el
resto de su vida.
Al
día siguiente, Gardiner volvió a verla, y arrodillándose, declaró que la reina
se sentía atónita de que persistiera en afirmar que era sin culpa, de lo que se
inferiría que la reina había encarcelado injustamente a su Gracia. Gardiner la
informó además de que la reina había declarado que debería hablar de manera
diferente antes de poder ser dejada en libertad. «Entonces,» replicó la noble Elizabeth,
«prefiero estar en prisión con honor y verdad antes que tener mi libertad y
estar bajo las sospechas de su majestad. Y me mantendré en lo que he dicho; ¡no
voy a mentir! » Entonces, el obispo y sus amigos partieron, dejándola encerrada
como antes.
Siete
días después la reina envió a buscar a Elizabeth a las diez de la noche; dos
años habían pasado desde que se habían visto por última vez. Esto creó terror
en la mente de la princesa, que, al salir, pidió a sus caballeros y damas que
oraran por ella, porque no era seguro que fuera a volver a ellos.
Llevada
al dormitorio de la reina, al entrar la princesa se adornó, y habiendo rogado a
Dios que guardara a su majestad, le dio seguridades de que su majestad no tenía
un súbdito más leal en todo el reino, fueran cuales fueran los rumores que se
hicieran circular en sentido contrario. Con un altanero desdén, la imperiosa
reina contestó: «No vas a confesar tu delito, sino que te mantienes férrea en
tu verdad. Pido a Dios que así sea.
«Si
no es así,» dijo Elizabeth, «no pido ni favor ni perdón de manos de vuestra
majestad.» «Bueno,» dijo la reina, «sigues perseverando terca en tu verdad.
Además, no quieres confesar que no has sido castigada injustamente.»
«No
debo decíroslo, si así le place a vuestra majestad.
«Entonces
se lo dirás a otros,» dijo la reina.
«No,
si su majestad no quiere; he llevado la carga, y debo llevarla. Ruego
humildemente a vuestra majestad que tenga buena opinión de mí y que me
considere su súbdita, no sólo desde el comienzo hasta ahora, sino para siempre,
mientras haya vida.» Se despidieron sin ninguna satisfacción cordial por parte
de ninguna; y no podemos decir que la conducta de Elizabeth exhibiera aquella
independencia y fortaleza que acompaña a la perfecta inocencia. La admisión de Elizabeth
de que no iba a decir, ni a la reina ni a otros, que había sido castigada
injustamente, estaba en total contradicción con lo que le había dicho a
Gardiner, y debe haber surgido de algún motivo por ahora inexplicable. Se
supone que el Rey Felipe estaba escondido durante la entrevista, y que se había
mostrado favorable a la princesa.
Al
cabo de siete días del regreso de la princesa a su encarcelamiento, su severo
carcelero y sus hombres fueron despedidos, y fue dejada en libertad, bajo la
limitación de estar siempre acompañada y vigilada por alguien del Consejo de la
reina. Cuatro de sus caballeros fueron enviados a la Tone sin otra acusación
contra ellos de haber sido celosos siervos de su señora. Este acontecimiento
fue pronto seguido por la feliz noticia de la muerte de Gardiner, por la que todos
los hombres buenos y clementes glorificaron a Dios, por haber sacado al
principal tigre de la guarida, y haber asegurado más la vida de la sucesora
protestante de María.
Este
infame, mientras la princesa estaba encarcelada en la Torre, envió un documento
secreto, firmado por algunos del Consejo, ordenando su ejecución privada, y si
el señor Bridges, teniente de la Tone, hubiera sido tan poco escrupuloso ante
un tenebroso asesinato como este impío prelado, hubiera sido muerta. Al no
haber la firma de la reina en el documento, el señor Bridges se dirigió
apresuradamente a su majestad para informarla y para saber su parecer. Ésta
había sido una treta de Gardiner, que intentando demostrarla culpable de
actividades traicioneras había hecho torturar a varios presos. También ofreció
grandes sumas en soborno al señor Edmund Tremaine y Smithwicke para que
acusaran a la inocente princesa.
Su
vida estuvo varias veces en peligro. Mientras estaba en Woodstock, se prendió
fuego, aparentemente de manera intencionada, entre las vigas y el techo bajo el
cual dormía. También corre el intenso rumor de que un tal Paul Penny, guarda de
Woodstock, y notorio bandido, fue designado para asesinarla, pero, fuera como
fuera, Dios contrarrestó en este punto los designios de los enemigos de la
Reforma. James Basset fue otro designado para ejecutar la misma acción; era un
peculiar favorito de Gardiner, y había llegado a una milla de Woodstock,
queriendo hablar con Benifield acerca de esto.
Quiso
Dios en su bondad que mientras Basset se dirigía a Woodstock, Benifield, por
orden del Consejo, se dirigía a Londres; debido a esto, dejó orden firme a su
hermano de que nadie fuera admitido en presencia de la princesa durante su
ausencia, ni siquiera si llevaba una nota de la reina. Su hermano vio al
asesino, pero la intención de este quedó frustrada, porque no pudo conseguir
ser admitido en presencia de la princesa.
Cuando
Elizabeth salió de Woodstock, dejó estas líneas escritas con un diamante en la
ventana: Muchas sospechas puede haber, Nada demostrado puede ser. Dijo Elizabeth,
presa.
Al
acabar la vida de Winchester, acabó el extremado peligro de la princesa, porque
muchos de sus secretos enemigos pronto le siguieron, y, finalmente, su cruel
hermana, que sobrevivió a Gardiner sólo tres años.
La
muerte de María ha sido adscrita a varias causas. Los miembros del Consejo
trataron de consolarla en sus últimos momentos, pensando que era la ausencia de
su marido lo que tanto le pesaba en el corazón, pero aunque esto tuvo una
cierta influencia, la verdadera razón de su dolor era la pérdida de Calais, la
última fortaleza poseída por los ingleses en Francia. «Abrid mi corazón,» dijo
María, «cuando esté muerta, y encontraréis allí escrita la palabra Calais.» La
religión no le causaba temores; los sacerdotes hablan adormecido en ella toda
inquietud de conciencia que pudiera haber existido por causa de los espíritus
acusadores de los mártires asesinados. No era la sangre que había derramado,
sino la pérdida de una ciudad, lo que movió sus emociones al morir, y este
golpe último pareció ser infligido para que sus fanáticas persecuciones
pudieran ser puestas en paralelo con su insensatez política.
¡Rogamos
fervorosamente que ningunos anales de ningún país, católico o pagano, vuelvan a
ser jamás manchados con tal repetición de sacrificios humanos al poder papal, y
que el aborrecimiento que se tiene contra el carácter de María pueda ser un
faro para los posteriores monarcas para que eviten los arrecifes del fanatismo!
El
castigo de Dios contra algunos de los perseguidores de Su pueblo en el reinado
de María
Después
de la muerte de aquel archi-perseguidor, Gardiner, otros siguieron, entre los
que debe destacarse al doctor Morgan, obispo de St. David's, que había sucedido
al Obispo Farrar. No mucho tiempo después que fuera designado para este
obispado, cayó bajo la visitación de Dios: sus alimentos, una vez hablan
descendido por la garganta, retrocedían con gran violencia. De esta manera
acabó su existencia, literalmente muerto de hambre.
El
Obispo Thomton, sufragáneo de Dover, fue un infatigable perseguidor de la
verdadera Iglesia. Un día, después de haber ejercido su cruel tiranía sobre un
número de piadosas personas en Canterbury, se dirigió de la casa capitular a
Borne, donde, mientras estaba un domingo contemplando a sus hombres jugando a
los bolos, cayó bajo un ataque de parálisis, y no sobrevivió durante mucho
tiempo.
Después
le sucedió otro obispo o sufragáneo, ordenado por Gardiner, que no mucho
después de haber sido elevado a la sede de Dover, cayó por unas escaleras en la
estancia del cardenal en Greenwich, rompiéndose el cuello. Acababa de recibir
la bendición del cardenal: no había podido recibir nada peor.
John
Cooper, de Watsam, Suffolk, sufrió a causa de un perjurio; por malignidad
privada fue perseguido por un tal Fenning, que sobornó a otros dos que juraran
que habían oído decir a Cooper: «Si Dios no sacara de aquí a la Reina María, lo
haría el diablo.» Cooper negó haber dicho tal cosa, pero Cooper era protestante
y hereje, por lo que fue colgado, arrastrado y descuartizado, sus bienes fueron
confiscados, y su mujer y nueve hijos reducidos a la mendicidad. Pero durante
la siguiente cosecha, Grimwood de Hitcham, uno de los testigos antes
mencionado, fue visitado por su infamia; mientras trabajaba, apilando trigo,
sus entrañas reventaron repentinamente, y murió antes de poder conseguir ayuda alguna.
¡Así fue retribuido un perjurio deliberado con una muerte súbita!
Ya
hemos observado la dureza del alguacil mayor Woodroffe en el caso del mártir
señor Bradford. Se regocijaba aquel alguacil en la muerte de los santos, y en
la ejecución del señor Roger le partió la cabeza al arriero, porque detuvo el
carro para permitir que los hijos del mártir le dieran un último adiós. Apenas
si hacía una semana que el señor Woodroffe había dejado de ser alguacil mayor
que fue azotado por una parálisis, y languideció varios días en una condición
de lo más lastimosa e impotente, presentando un gran contraste con su anterior
actividad en aquella sanguinaria causa.
Se
cree que Ralph Lardyn, que entregó al mártir George Eagles, fue posteriormente
juzgado y colgado como consecuencia de un auto acusación. Ante el tribunal, se
acusó con estas palabras: «Esto me ha sobrevenido con toda justicia por
entregar sangre inocente de aquel hombre justo y bueno, George Eagle, que fue
aquí condenado en tiempos de la Reina María por mi acción, cuando vendí su
sangre por un poco de dinero.»
Mientras
James Abbcs se dirigía a su ejecución, exhortando a los apenados espectadores a
que se mantuvieran firmes en la verdad, y que como él sellaran la causa de
Cristo con su sangre, un siervo del alguacil mayor lo interrumpió, llamando
blasfemamente herejía a su religión, y al buen hombre lunático. Pero apenas si
las llamas habían alcanzado al mártir que el terrible golpe de Dios cayó sobre
aquel endurecido miserable, en presencia de aquel a quien había ridiculizado
tan cruelmente.
Aquel
hombre se vio repentinamente atacado de locura, y, lunático perdido, se despojó
de sus ropas y se quitó los zapatos delante de todos (como Abbes había acabado
de hacer, para distribuirlo entre algunas personas pobres), gritando al mismo
tiempo: «¡Así ha hecho James Abbes, el verdadero siervo de Dios, que está
salvo, pero yo condenado!» Repitiendo esto varias veces, el alguacil le hizo
asegurar y mandó que le vistieran de su ropa, pero tan pronto volvió a estar solo
volvió a arrancárselas, gritando como antes. Atado a un carro, fue llevado a
casa de su amo, y al cabo de medio año murió. Justo antes de ello, vino a
asistirle un sacerdote con un crucifijo, etc., pero el desgraciado hombre le
dijo que se fuera con sus engaños, y que él y otros sacerdotes eran la causa de
su condenación, pero que Abbes estaba salvado.
Un
tal Clark, enemigo jurado de los protestantes en el reinado del Rey Eduardo, se
colgó en la Torre de Londres.
Froling,
sacerdote de mucha celebridad, cayó en la calle y murió en el acto.
Dale,
un infatigable informador, murió comido por gusanos, constituyendo un horrendo
espectáculo.
Alexander,
el severo guarda de Newgate, murió miserablemente, hinchándose hasta un tamaño
prodigioso, y se pudrió de tal manera por dentro que nadie se le quería
acercar. Este cruel ministro de la ley solía acudir a Bormer, a Story y a otros
pidiéndoles que vaciaran su prisión, ¡se sentía demasiado acosado por los
herejes! El hijo de este guarda, tres años después de la muerte de su padre,
disipó sus grandes propiedades, y murió repentinamente en el mercado de
Newgate. «Los pecados del padre,» dice el decálogo, «serán visitados sobre los
hijos.» John Peter, yerno de Alexander, un horroroso blasfemador y perseguidor,
murió miserablemente. Cuando afirmaba cualquier cosa, decía: «Si no es cierto,
que me pudra antes de morir.» Y esta terrible condición le visitó en todo su
horror.
Sir
Ralph Ellerker había estado anhelantemente deseoso de que a Adam Damlip,
ejecutado tan injustamente, le fuera arrancado el corazón. Poco después, Sir
Ralph fue muerto por los franceses, que lo mutilaron cruelmente, le cortaron
los miembros, y le arrancaron el corazón.
Cuando
Gardiner supo del mísero fin del Juez Hales, llamó a la profesión del Evangelio
una doctrina de desesperación, pero olvidó que la desesperación del juez surgió
después de haber asentido al papismo. Con más razón se puede decir esto de los
principios católicos, si consideramos el mísero fin del doctor Pcndleton, de
Gardiner y de la mayoría de los perseguidores principales. Un obispo le recordó
a Gardiner, cuando éste estaba en su lecho de muerte, a Pedro negando a su
maestro. «¡Ah!» dijo Gardiner, «he negado como Pedro, pero nunca me he
arrepentido como Pedro.»
Tras
la accesión de Elizabeth, la mayoría de los prelados católicos fueron
encarcelados en la Torre o en Fleet. Bonner fue encerrado en Marshalsea.
De
los blasfemadores de la Palabra de Dios, detallaremos, entre muchos otros, el
siguiente suceso. Un tal William Maldon, que vivía en Greenwich como criado,
estaba un anochecer instruyéndose provechosamente leyendo un libro de lectura
elemental. Otro criado, llamado John Powell, estaba sentado cerca, y
ridiculizaba todo lo que decía Maldon, que le advirtió que no hiciera escarnios
con la Palabra de Dios. Pero Powell prosiguió, hasta que Maldon llegó a ciertas
oraciones inglesas, y leyó en voz alta: «Señor, ten piedad de nosotros, Cristo
ten piedad de nosotros,» etc. De repente, el escarnecedor se sobresaltó y
exclamó: ¡Señor, ten misericordia de nosotros! Se sintió sobrecogido el más
atroz terror en su mente, dijo que el espíritu malo no podía permitir que
Cristo tuviera misericordia alguna de él, y se hundió en la locura. Fue enviado
a Bedlam, y se convirtió en un terrible ejemplo de que Dios no siempre será
ultrajado impunemente.
Henry
Smith, estudiante de leyes, tenía un piadoso padre protestante, de Camden, en
Gloucestershire, y fue piadosamente educado por él. Mientras estudiaba leyes en
el Temple, fue inducido a profesar el catolicismo, y dirigiéndose a Lovaina, en
Francia, volvió cargado de emprendones., crucifijos y otros juguetes papistas.
No satisfecho con esto, empezó a injuriar públicamente la religión evangélica
en la que había sido criado, pero una noche la conciencia lo reprendió con tal
violencia que en un arrebato de desesperación se colgó con sus propias ligas.
Fue sepultado en un camino, sin que fuera leído el servicio cristiano.
El
doctor Story, cuyo nombre ha sido mencionado tantas veces en las páginas anteriores
fue reservado para ser cortado mediante ejecución pública, práctica en la que
tanto se había deleitado cuando estaba en el poder. Sc supone que intervino en
la mayoría de las acciones de los tiempos de María, y que desplegó su ingenio
inventando nuevas formas de infligir torturas. Cuando Elizabeth accedió al
trono, fue encarcelado, pero inexplicablemente huyó al continente, para llevar
el fuego y la espada allí contra los hermanos protestantes. Del Duque de Alba
recibió en Amberes una especial comisión para registrar todos los barcos en
busca de contrabando, especialmente de libros heréticos ingleses.
El
doctor Story se gloriaba en un encargo que fue ordenado por la Providencia para
obrar su ruina, y para preservar a los fieles de su sanguinaria crueldad. Se
decidió que un mercader llamado Parker navegara a Amberes, y que se le diera
información al doctor Story de que tenía una cantidad de libros heréticos a
bordo. Apenas oyó esto, éste se apresuró a ir al barco, buscó por todas partes
en cubierta, y luego bajo a la bodega, y le cerraron las escotillas.
Una
oportuna galerna llevó la nave a Inglaterra, y este traidor y perseguidor
rebelde fue enviado a prisión, donde estuvo un tiempo considerable, negándose
obstinadamente a renunciar a su espíritu anticristiano, y a admitir la
supremacía de la Reina Elizabeth. Aducía que era súbdito jurado del rey de
España, a cuyo servicio estaba el famoso Duque de Alba, aunque de nacimiento y
por educación era inglés. Condenado, el doctor fue puesto sobre un remolque de
emparrillado y arrastrado desde la Torre a Tyburn, donde después de haber
estado colgado durante media hora, fue cortado, despedazado, y el verdugo
exhibió el corazón de un traidor.
Así terminó la existencia de este Nimrod de
Inglaterra.